martes, 13 de mayo de 2008

Voy a transcribir unas pocas páginas más de la novela EL NAVEGANTE.
Recuerdo con nitidez meridiana mi primer gran viaje, mi viaje a Santiago. Recuerdo que corría el mes de abril, recién entrada la primavera. Y recuerdo, también, que llovía, que llovió mucho durante los primeros días de camino. A la lluvia le acompañaba el viento, un viento a ráfagas, ráfagas frías, heladoras, que me hicieron caer enfermo. Y tan fuerte me agarró la fiebre que necesité guardar cama durante siete días en una venta del camino, muy cerca de Urueña, del otro lado de los montes Torozos. Durante esos siete días experimenté la soledad más absoluta en aquella habitación mugrienta sin apenas luz pues el ridículo ventanuco del que disponía lo cegaba, prácticamente, una reja gruesa de hierro fundido. No cerraban bien las celosías y como la ventana carecía de vidrios sentía correr el aire fresco por mi cara al igual que veía campear a sus anchas un diminuto ratón que osó, incluso, meterse en mis botas.

No probé la cocina de aquel lugar. Mejor dicho, sí la probé pero no me gustó. Tenían los platos un regusto extraño, ácido, que me hacía sospechar. Durante esa semana de enfermedad solo bebí agua y comí algo de pan, un pan negro que no había visto en mi vida. Guardaba siempre alguna migaja para echársela a mi amigo el ratón. Me entretenía muchísimo observar cómo se afanaba acarreando su botín, su pedazo de pan negro que mordisqueaba de vez en cuando. Lo empujaba con su hocico siempre pegado a la pared, siempre observándome, atento a mi propia mirada. Si me incorporaba para verlo mejor él se asustaba y corría a su madriguera abandonando el tesoro. Yo lo esperaba, a veces durante horas, pero me dormía sin que apareciera. A la mañana siguiente, cuando me despertaba, la vela se había consumido y el trozo de pan ya no estaba. Me fue muy grata su compañía. Por eso, cuando me recuperé y pude reanudar el viaje, dejé bajo la cama un buen pedazo de pan negro, regalo del conde Hernán para su amigo el ratón.

Perdí muchas libras durante aquellos siete días. Tantas que tuve que hacer más agujeros en el cinturón pues apenas me sujetaba. El frío, el hambre, la mugre, la fatiga... nuevas sensaciones que empezaron a formar parte de mi vida. Desde entonces siempre me han acompañado.

No obstante, a pesar de estas inclemencias, el viaje por el corazón de Castilla me hizo aprender una lección de esas que no están en los libros: Ese viaje puso color a mis sueños, a mis inquietudes; un color difuso, no siempre de tono cálido. Puso movimiento en las patas de los caballos, los mismos caballos que yo recreaba en mis imaginaciones infantiles mientras Fray Gerundio me hablaba. Empezaba a tomar contacto con la realidad, con el mundo, con ese gran desconocido que ahora me probaba sin la protección de las férreas murallas de Monleón. Fue entonces cuando me vi solo. Muy solo. Muy vulnerable y sin defensa alguna. Sin padres, sin condado, sin nada... Por eso, comprendí que si quería sobrevivir en esos tiempos tan difíciles que se avecinaban debía prepararme para todo aquello que tuviera que suceder, incluso para soportar el dolor, el dolor más fuerte que me pudieran infligir. Enseguida tuve muy claro que debía ser fuerte, astuto y más inteligente que todos los demás. No me cabía otra opción, insisto que estaba solo. Se habían acabado los sueños infantiles y comenzaban los proyectos adultos.

Los campos de Castilla, en primavera, son los campos más hermosos del mundo. Una vez reemprendimos el viaje, continuamos hasta Urueña. Por el camino, remontando las suaves pendientes de los Torozos, desde las cumbres de los cerros nos deteníamos para contemplar las llanuras inmensas que se perdían en el horizonte. Llanuras de un verde profundo como un mar de hierba. Y salpicando ese mar, anudando esa verde alfombra, resultaba fácil distinguir, como si fueran balsas de aceite, la silueta deforme de alguna aldea a la deriva de la que siempre emergía orgullosa la espadaña de una iglesia. Jacinto, incluso, creía ver desde aquellos cerros las montañas que cierran al Norte el paso de los peregrinos. Mi vista no llegaba a tanto.

Días después llegamos a la Villa de Alpando, una gran villa amurallada, la primera de importancia en el antiguo reino de León. Cuenta Alpando con una sólida cerca fabricada de encofrados de piedra y cal. Al abrigo de esta cerca y con la protección que d. Fernando II de León dispensó a estas tierras suyas de frontera, Alpando prosperó como casi ningún otro lugar del reino. De hecho, en aquel tiempo de mi primera visita a la villa, los nuevos barrios se adosaban ya a la muralla, ahogándola e inutilizándola ante un eventual ataque. Se levantaban extramuros algunas casas de porte elegante que Jacinto me hizo saber que pertenecían a judíos. Disponían estos, también, de una espaciosa aljama muy cerca de una de las principales puertas de entrada a la ciudad, la de la Plaza de las Carnicerías, que se llama así porque allí todavía se ajusticia a los criminales. Muy cerca de la aljama, calle arriba y casi junto a la muralla, está la ermita de la Quinta Angustia, en cuya cripta se guarda un trozo del Lignum Crucis traído por un cruzado local.

Por esa puerta principal, la de la Plaza, Jacinto y yo penetramos al interior topándonos de inmedito con el soberbio edificio que la Orden del Templo ha levantado aquí. La iglesia que los Templarios construyeron está adosada a la casa-fortaleza donde unos pocos de estos caballeros viven al cuidado de la encomienda que la Orden posee en este lugar. Tanto Santa María del Templo como el caserón fortificado disponen de gruesos muros de piedra pero sus puertas suelen estar siempre abiertas pues son muchos los oficios que se dispensan en el Templo y muchos los carros, personas y animales que constantemente entran y salen de la casa de la Orden pues muchas son las yeras de tierra que labran y es en esta casa, en sus corrales y paneras, donde los Caballeros guardan acémilas y cosechas.

Pasado el mediodía, al poco de dejar la plaza y adentrarnos en la maraña de calles estrechas y mal empedradas, me llegó un delicioso aroma que echaba de menos: el olor de los pucheros que hierven a fuego lento al calor de la brasa de encina. Y es que allí mismo, frente a nosotros, había una taberna.

En Alpando me vengué del hambre acumulada los días de enfermedad. Y me vengué con todas las ganas. Tomé gusto a los guisos de un cocinero local llamado Gervasio a quienes sus convecinos apodaban “El Buitre” porque todo lo aprovechaba, nunca tiraba nada. Aún así, sus platos estaban riquísimos. Regentaba El Buitre una taberna céntrica muy amplia, de dos plantas, aunque a la segunda nunca subía pues estaba obeso y le fatigaban las escaleras. Le gustaba hacer preguntas y siempre que atendía a cualquiera de sus clientes hablaba a voces haciéndose escuchar por todo el mundo, incluyendo los de la planta de arriba. Así pues, todos supieron quién era yo, que había estado enfermo, que estaba muerto de hambre, a dónde me dirigía y dónde me iba a hospedar. La hostería de Gervasio El Buitre se llamaba “La Rana Azul” y en su chimenea siempre hervía un perol con las brasas de la mejor leña.
...
De "EL NAVEGANTE".
Varo.

1 comentario:

milagros dijo...

Ojala que como dices en tu cuento, esto sea el final de una historia que algun dia conviertas en novela. Un saludo