domingo, 11 de mayo de 2008

Transcribo a continuación un pequeño pasaje de la novela "EL NAVEGANTE". Está ambientada en los años centrales del siglo XIII y parte de los hechos ocurren en Villalpando.
En Compostela viví varios años de forma tranquila y apacible. Inmerso en el bullicio que provoca el trasiego de gentes de toda gran ciudad y más aún, una ciudad como Santiago, volví la espalda por desidia al grave problema que implicaba mi exilio dorado en aquel lugar de hombres y mujeres yendo y viniendo constantemente, provenientes de todas las partes del mundo, de países que sólo la fábula y mi edad juvenil me hacían imaginar adornados siempre de toques exóticos. Sin embargo, me entusiasmaba la idea de que tantas y tan diferentes culturas se unieran en algo básico y profundo como la Fe. La misma Creencia en un único Dios y en su Hijo hecho Hombre es lo que traía a los peregrinos hasta aquí y eso, repito, me fascinaba.

Eran portadores estos hombres y mujeres de noticias nuevas y nuevos conceptos que gustaba escuchar en los corros, en las plazas e incluso en las tabernas. Oí lenguas incomprensibles, casi hechas a golpes. Vi rostros extraños: Hombres y mujeres de tez negra y otros hombres y mujeres diminutos, de ojos oblicuos. Conocí sabios venidos de Roma y del reino de los Francos que enseñaban en los atrios la doctrina de los Padres de la Iglesia. Escuché las teorías de la nueva arquitectura mejorada por nuevos equilibrios de masas y formas. Pero sobre todo presté oídos a los trovadores, trovadores de Provenza que componían canciones dulces, muy bien rimadas y mejor aún acompañadas por vihuelas y laúdes casi mágicos.

Además, frecuenté clases magistrales en las aulas de los monjes benitos donde clérigos y legos impartían lecciones de derecho romano, teología y medicina. En esas aulas, acompañado de otros jóvenes aprendices tan ávidos de ciencia como yo, entendí la razón de ser de muchas de las cosas que componen el mundo. Tuve el privilegio de escuchar sus sabias lecciones en claustros oscuros, húmedos, pétreos, siempre silenciosos. Sus disertaciones eran elocuentes, sublimes, apoyadas en gestos, interrogantes, argumentos y brillantes conclusiones que me hacían vibrar. Y tanto disfrutaba del Conocimiento que llegué a pensar, incluso, si aquel regusto por la ciencia no sería más que vanidad. Me acordé de la soberbia de los hombres y de cómo Dios la castigó confundiendo sus lenguas en Babel, cuando construían una torre. No, no creo que fuera vanidad... Dios me había dado ese don y quería que lo utilizara.


Y entre los jóvenes aprendices que me acompañaban estreché lazos de amistad que he conservado, algunos de ellos, durante toda mi vida. Especialmente, la de Antonio de Andrade, de quien más adelante hablaré. De él sólo diré ahora que fue mi primer amigo, mi amigo de verdad. Fue una lástima que la distancia y las circunstancias de la vida nos alejaran durante tantos años.

Me acomodé confortablemente en un caserón de piedra, no muy grande, cuya fachada, sombría, miraba al norte. Por eso la hiedra cubría por completo los enormes bloques de granito hundiéndose entre las rendijas, enroscándose en los hierros de las rejas y en las forjas de los balcones a los que de vez en cuando me asomaba.

Era una casa húmeda, con un patio en el que alguna vez hubo un huerto que ya no se atendía. Conservaba el huerto algunos manzanos y un pozo con el brocal de piedra.

En esta casa leí los libros gruesos que los frailes me prestaban mientras la lluvia se presentaba cada tarde como un invitado permanente al que ya nadie hace caso. La lluvia es constante en Santiago. Menos mal que mi calle se había empedrado con firmes losas de granito para facilitar que el agua corriera sin llegar a formar charcos ni lodo. Pero esas tardes de lluvia invitaban más a la lectura que a deambular por los soportales. Por eso arrimaba la mesa a la ventana y encendía la chimenea para hacer confortables mis largas horas de lectura de esos libros clásicos y de tantas notas como tomaba de sabios y maestros.

Jacinto se preocupó por mí casi como un padre, mejor dicho, como una madre. Y eso es algo que le agradeceré mientras viva.

No olvidé tampoco mi adiestramiento en las armas, pues es tarea que no debe descuidar ningún joven caballero. Por tal razón, dos veces por semana acudía a mi casa un veterano de las campañas de Su Majestad con quien simulaba combates cuerpo a cuerpo utilizando espadas de madera. Practicábamos esos juegos a la sombra de los manzanos, siempre bajo la atenta mirada de Jacinto que aplaudía cada uno de mis golpes. No fue mucha la técnica que pudo enseñarme el viejo soldado sin fortuna pero, al menos, tales sesiones me ayudaron a fortalecer los músculos y a no olvidar que algún día tendría que saber utilizar una espada de verdad, no de madera.

También tuve un caballo, un caballo pinto que me trajeron de los montes que surca el río Avia, de este lado del Miño. Cabalgué a menudo en compañía de Andrade por los valles cercanos pero, a pesar de estar tan próximo, nunca tuve ocasión de acercarme al mar. Algunos peregrinos lo hacían, acudían a Finisterre para contemplar la Obra de Dios y todos ellos volvían maravillados. Años más tarde tuve la oportunidad de contemplar sobradamente la costa gallega desde el otro lado, desde el lado profundo del océano.

Supongo que no pasaron en balde mis años de mocerío en aquella ciudad, donde llegué a ser un personaje anónimo entre los muchos hijos de nobles e hidalgos estudiantes de ciencias elevadas, entre extranjeros, predicadores y también algún que otro farsante o embaucador avispado. Allí fue donde, sin darme cuenta, me convertí en un hombre.
De "EL NAVEGANTE".
Varo.

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