domingo, 17 de noviembre de 2013

Capítulo XV del Libro Segundo.


Pocos días antes de la fiesta de San Juan, en la villa se habían segado ya las primeras cebadas; también en San Mamés varias cuadrillas de segadores gallegos daban corte a las parcelas más tempranas, las que miran a poniente en la falda del castro, y los augurios de una buena cosecha se hacían realidad a medida que las hoces avanzaban.
―Como todo el campo esté igual, no va a caber tanto grano en las paneras… ―decía Pepa Cifuentes, casi como una queja.
―Que Dios nos dé tales tribulaciones y no otras ―sentenció Julia desde su sillón.
El sol ya casi se había puesto tras el horizonte y las dos hermanas, sentadas al fresco, observaban el paso lento y tambaleante del último carro cargado de mies enfilando con obstinación el camino de la era. Tras el carro, siguiéndolo como quien sigue a un difunto, la cuadrilla de atadores arrastraba los pies enjugando el sudor con lienzos negros, como si fuesen lágrimas, sin atreverse a mirar al cielo ni a estirar sus espaldas aún corvas por mor de tan larga jornada de siega, del orto hasta el ocaso, como la que al día siguiente les esperaba. Tal vez fuera la conciencia de saberse presos de esa pena libremente aceptada lo que impedía a aquellos hombres y mujeres, recios como el acero, levantar la vista con dignidad y mirar al frente. Aun así, cuando el camino dobló junto a la casa, todavía tuvieron fuerzas para destocarse de sus enormes sombreros de bálago y saludar, con respeto pero sin entusiasmo, a la dueña que les habría de pagar el jornal de aquel día. Tras la cuadrilla de agosteros, cerrando la comitiva, Francisco Nogales a caballo.
―Tengo ya ganas de que todo esto acabe ―balbuceó Julia al paso de los segadores.
―¿A qué te refieres, hermana?
―A mi preñez, a la cosecha, al viaje de Alonso…
Ante tales palabras, la Pepa no hizo comentario alguno.
―Se me ha complicado tanto la vida…―añadió Julia con tono resignado.
―No deberías quejarte. Eres una mujer rica, vas a ser madre… ¿Qué más se puede pedir?
―Me gustaría que Alonso regresara pronto, antes de que nazca el niño.
Tampoco entonces la Pepa llegó a abrir la boca pues era evidente que en su corazón no palpitaba, ni mucho menos, el mismo deseo. Salió de la casa, entonces, Lucía Carundia portando de la mano un chal que colocó sobre los hombros de Julia, instante que aprovechó Pepita para cambiar de conversación:
―¿Se sabe ya algo de los crímenes de Bastiana y Costales?
―Dicen que ha sido el mismo asesino ―, respondió Lucía. ―Pero el que tiene que estar más enterado es ese ―, añadió refiriéndose al Paco. ―Como anda siempre de aquí para allá…
―¿Y por qué dicen que el asesino es el mismo? ―, terció Julia.
―Parece ser que los cortes y las heridas en ambos cadáveres eran de idéntica hechura y profundidad; dicen que fueron practicadas con un verduguillo de poco calado que obligó al asesino a ensañarse con sus víctimas asestándolas más de una docena de estoques…
―¡Dios mío! ―exclamó la dueña. ―Mira que si le da por venir a San Mamés…
―Lo que ya no está claro es por qué mató a la pobre Bastiana. No hay duda de que a Costales se lo llevó por delante para robarle los diez mil reales que le pagaste por las tierras, pero  la Cestañera… ¿qué mal pudo haberle hecho?
―Bastiana era una buena mujer; puta, pero buena ―sentenció la pequeña Cifuentes.
―También se comenta que el asesino es, sin duda, alguien de la villa, por eso la gente está aterrorizada…
―Para ya, Lucía ―, exclamó Julia― que me está entrando pánico sólo de pensar que un asesino anda suelto por ahí.
―Menos mal que tenemos al Paco para que nos proteja ―terció Pepita.
―Oh, sí; es un gran consuelo saber que Paquillo Nogales guarda la casa ―dijo la Carundia con sorna.
Aquel eterno atardecer de finales de junio fue dando paso a una luna inaugural que surgió, de forma casi mágica, tras la silueta nocturna de la villa; una luna rojiza, redonda y enorme que fue ganando en altura e intensidad mientras las tres mujeres conversaban. Acompañaba a aquella conversación el cántico monocorde de los grillos y de alguna que otra cigarra indolente; también llegaba, desde el juncal, la cantinela sin sentido de las ranas croando y hasta algún que otro ladrido furioso y relinchar de caballerías. Todas aquellas voces y sonidos de la noche incipiente, se fundían en una especie de mar de fondo que arrullaba y mecía, como una canción de cuna; y nada les habría impedido seguir allí sentadas si no hubiese sido por una brisa que, sin invitación ni aviso previo, quiso levantarse para poner discordia en medio de la calma chicha del nocturno estepario. Fue entonces cuando Lucía se levantó del poyo en el que estaba sentada para decir:
―Ea, vamos para adentro, que ya cae el relente y no sea que te quedes fría.
Aquella noche de primer día de cosecha Julia dejó abierta la ventana para que la Luna le hiciese compañía; supuso que el calor sería menos sofocante si un poco de brisa corría por la alcoba. Además, con ese vientre tan hinchado que le impedía revolverse a su gusto en la cama, toda ayuda era poca a la hora de dormir, cuestión en la que ya había reparado la Carundia y para la que ésta tenía el remedio oportuno: una buena infusión de cápsulas de amapola que cada noche le servía disimulando su sabor con media cucharada de miel. Aun así, no es fácil conciliar el sueño cuando el espíritu se revela y no quiere dejarse llevar. Por eso, oyó perfectamente la campana que, como cada noche, informaba a la villa del cierre de las puertas y, más tarde, mucho más, el esquilón de San Francisco convocando a maitines. Debió de ser entonces cuando Julia se quedó dormida. Pero hasta ese momento, pasaron por su mente cientos, miles de imágenes que, ante todo, evocaban su deseo de sentirse libre, sin esa carga tan pesada que venía soportando y de la que se sabía totalmente responsable. Y así, se vio en compañía de su marido y de su hijo, de quien no lograba vislumbrar el rostro con definición. Se vio caminando de la mano de ambos por la orilla de un río, vestida de blanco y descalza, y se preguntó si aquella visión tendría algún significado. Tal vez fuera conveniente preguntárselo a la Carundia, pensó. Más tarde, cuando cayó rendida, al rayar el alba, el blanco de su vestido se tornó en rojo y de esas imágenes desaparecieron Alonso y el niño, quedándose ella sola en única compañía de los monstruos que sus sueños fabricaban. Y en esos sueños vinieron a visitarla Segundo Costales y Bastiana la Cestañera.


* * *

Pepa Cifuentes había cubierto su cuerpo desnudo, únicamente, con una sábana de lino cuyo tacto ingrávido le pareció que le acariciaba la piel. Aún con la vela encendida miró a su alrededor y reparó en un rosario de cuentas de azabache que su hermana le había regalado. Extendió la mano para cogerlo con intención de rezar alguna oración con la que dar gracias por tantas bondades como estaba recibiendo, pero se dio cuenta de que sus pechos asomaban sin pudor por encima del embozo y  tal apariencia no se le antojó la más adecuada para hablarle a Dios, pues si bien es cierto que había visto en imágenes y tallas el cuerpo semidesnudo de Cristo Crucificado o, incluso, el de San Andrés martirizado en el aspa, no recordaba que ninguna santa ni, mucho menos, ninguna virgen hubiera entrado en cueros en comunión con el Altísimo. Por eso, dejó el rosario en su sitio, apagó la vela y se dio media vuelta quedándose dormida al instante.
Pepa creyó oír en sueños su propia respiración que le susurraba al oído; creyó sentir el calor del verano en la espalda y el tacto del lino escrutando de arriba abajo su cuerpo. Notó que sudaba. Aún dormida disfrutó del placer que le proporcionaban esas caricias clandestinas hasta que un olor a vino y bodega le llegó nítido a su olfato. Entonces se despertó y comprobó que era la mano del Paco la que pretendía abarcar uno de sus senos. Pepa no se asustó pues en cierta manera esperaba su visita; la llevaba esperando durante varias noches:
―Has vuelto a beber otra vez ―le recriminó.
―Sólo un par de tragos…
―Dirás, más bien, un par de jarras.

En ese instante, con la otra mano, el amante nocturno buscó bajo la sábana el vientre de Pepa y, al encontrarlo, ella se estremeció.

Fernando Cartón Sancho.

1 comentario:

FMM dijo...

Muchas gracias por darnos otro capitulo de tu novela.Yo la verdad que no entiendo mucho de como se tiene que escribir un relato asi,si tienes que ser breve con las explicaciones,dialogos,recreaciones de escenarios......,no tengo ni idea,pero yo solo entiendo que me esta enganchando,y creo que eso es primordial.Espero verte para este finde de la Purisima y ya me contestaras algunas dudas que tengo.
Saludos tocayo.