viernes, 30 de mayo de 2008

Poema Breve.

Zamora es de piedra.
Valladolid escarcha.

En Zamora, un río.
Por Valladolid el agua.

Zamora es frontera.
Por Valladolid se pasa.

Varo
de "Campos Góticos".

martes, 13 de mayo de 2008

Voy a transcribir unas pocas páginas más de la novela EL NAVEGANTE.
Recuerdo con nitidez meridiana mi primer gran viaje, mi viaje a Santiago. Recuerdo que corría el mes de abril, recién entrada la primavera. Y recuerdo, también, que llovía, que llovió mucho durante los primeros días de camino. A la lluvia le acompañaba el viento, un viento a ráfagas, ráfagas frías, heladoras, que me hicieron caer enfermo. Y tan fuerte me agarró la fiebre que necesité guardar cama durante siete días en una venta del camino, muy cerca de Urueña, del otro lado de los montes Torozos. Durante esos siete días experimenté la soledad más absoluta en aquella habitación mugrienta sin apenas luz pues el ridículo ventanuco del que disponía lo cegaba, prácticamente, una reja gruesa de hierro fundido. No cerraban bien las celosías y como la ventana carecía de vidrios sentía correr el aire fresco por mi cara al igual que veía campear a sus anchas un diminuto ratón que osó, incluso, meterse en mis botas.

No probé la cocina de aquel lugar. Mejor dicho, sí la probé pero no me gustó. Tenían los platos un regusto extraño, ácido, que me hacía sospechar. Durante esa semana de enfermedad solo bebí agua y comí algo de pan, un pan negro que no había visto en mi vida. Guardaba siempre alguna migaja para echársela a mi amigo el ratón. Me entretenía muchísimo observar cómo se afanaba acarreando su botín, su pedazo de pan negro que mordisqueaba de vez en cuando. Lo empujaba con su hocico siempre pegado a la pared, siempre observándome, atento a mi propia mirada. Si me incorporaba para verlo mejor él se asustaba y corría a su madriguera abandonando el tesoro. Yo lo esperaba, a veces durante horas, pero me dormía sin que apareciera. A la mañana siguiente, cuando me despertaba, la vela se había consumido y el trozo de pan ya no estaba. Me fue muy grata su compañía. Por eso, cuando me recuperé y pude reanudar el viaje, dejé bajo la cama un buen pedazo de pan negro, regalo del conde Hernán para su amigo el ratón.

Perdí muchas libras durante aquellos siete días. Tantas que tuve que hacer más agujeros en el cinturón pues apenas me sujetaba. El frío, el hambre, la mugre, la fatiga... nuevas sensaciones que empezaron a formar parte de mi vida. Desde entonces siempre me han acompañado.

No obstante, a pesar de estas inclemencias, el viaje por el corazón de Castilla me hizo aprender una lección de esas que no están en los libros: Ese viaje puso color a mis sueños, a mis inquietudes; un color difuso, no siempre de tono cálido. Puso movimiento en las patas de los caballos, los mismos caballos que yo recreaba en mis imaginaciones infantiles mientras Fray Gerundio me hablaba. Empezaba a tomar contacto con la realidad, con el mundo, con ese gran desconocido que ahora me probaba sin la protección de las férreas murallas de Monleón. Fue entonces cuando me vi solo. Muy solo. Muy vulnerable y sin defensa alguna. Sin padres, sin condado, sin nada... Por eso, comprendí que si quería sobrevivir en esos tiempos tan difíciles que se avecinaban debía prepararme para todo aquello que tuviera que suceder, incluso para soportar el dolor, el dolor más fuerte que me pudieran infligir. Enseguida tuve muy claro que debía ser fuerte, astuto y más inteligente que todos los demás. No me cabía otra opción, insisto que estaba solo. Se habían acabado los sueños infantiles y comenzaban los proyectos adultos.

Los campos de Castilla, en primavera, son los campos más hermosos del mundo. Una vez reemprendimos el viaje, continuamos hasta Urueña. Por el camino, remontando las suaves pendientes de los Torozos, desde las cumbres de los cerros nos deteníamos para contemplar las llanuras inmensas que se perdían en el horizonte. Llanuras de un verde profundo como un mar de hierba. Y salpicando ese mar, anudando esa verde alfombra, resultaba fácil distinguir, como si fueran balsas de aceite, la silueta deforme de alguna aldea a la deriva de la que siempre emergía orgullosa la espadaña de una iglesia. Jacinto, incluso, creía ver desde aquellos cerros las montañas que cierran al Norte el paso de los peregrinos. Mi vista no llegaba a tanto.

Días después llegamos a la Villa de Alpando, una gran villa amurallada, la primera de importancia en el antiguo reino de León. Cuenta Alpando con una sólida cerca fabricada de encofrados de piedra y cal. Al abrigo de esta cerca y con la protección que d. Fernando II de León dispensó a estas tierras suyas de frontera, Alpando prosperó como casi ningún otro lugar del reino. De hecho, en aquel tiempo de mi primera visita a la villa, los nuevos barrios se adosaban ya a la muralla, ahogándola e inutilizándola ante un eventual ataque. Se levantaban extramuros algunas casas de porte elegante que Jacinto me hizo saber que pertenecían a judíos. Disponían estos, también, de una espaciosa aljama muy cerca de una de las principales puertas de entrada a la ciudad, la de la Plaza de las Carnicerías, que se llama así porque allí todavía se ajusticia a los criminales. Muy cerca de la aljama, calle arriba y casi junto a la muralla, está la ermita de la Quinta Angustia, en cuya cripta se guarda un trozo del Lignum Crucis traído por un cruzado local.

Por esa puerta principal, la de la Plaza, Jacinto y yo penetramos al interior topándonos de inmedito con el soberbio edificio que la Orden del Templo ha levantado aquí. La iglesia que los Templarios construyeron está adosada a la casa-fortaleza donde unos pocos de estos caballeros viven al cuidado de la encomienda que la Orden posee en este lugar. Tanto Santa María del Templo como el caserón fortificado disponen de gruesos muros de piedra pero sus puertas suelen estar siempre abiertas pues son muchos los oficios que se dispensan en el Templo y muchos los carros, personas y animales que constantemente entran y salen de la casa de la Orden pues muchas son las yeras de tierra que labran y es en esta casa, en sus corrales y paneras, donde los Caballeros guardan acémilas y cosechas.

Pasado el mediodía, al poco de dejar la plaza y adentrarnos en la maraña de calles estrechas y mal empedradas, me llegó un delicioso aroma que echaba de menos: el olor de los pucheros que hierven a fuego lento al calor de la brasa de encina. Y es que allí mismo, frente a nosotros, había una taberna.

En Alpando me vengué del hambre acumulada los días de enfermedad. Y me vengué con todas las ganas. Tomé gusto a los guisos de un cocinero local llamado Gervasio a quienes sus convecinos apodaban “El Buitre” porque todo lo aprovechaba, nunca tiraba nada. Aún así, sus platos estaban riquísimos. Regentaba El Buitre una taberna céntrica muy amplia, de dos plantas, aunque a la segunda nunca subía pues estaba obeso y le fatigaban las escaleras. Le gustaba hacer preguntas y siempre que atendía a cualquiera de sus clientes hablaba a voces haciéndose escuchar por todo el mundo, incluyendo los de la planta de arriba. Así pues, todos supieron quién era yo, que había estado enfermo, que estaba muerto de hambre, a dónde me dirigía y dónde me iba a hospedar. La hostería de Gervasio El Buitre se llamaba “La Rana Azul” y en su chimenea siempre hervía un perol con las brasas de la mejor leña.
...
De "EL NAVEGANTE".
Varo.

domingo, 11 de mayo de 2008

Transcribo a continuación un pequeño pasaje de la novela "EL NAVEGANTE". Está ambientada en los años centrales del siglo XIII y parte de los hechos ocurren en Villalpando.
En Compostela viví varios años de forma tranquila y apacible. Inmerso en el bullicio que provoca el trasiego de gentes de toda gran ciudad y más aún, una ciudad como Santiago, volví la espalda por desidia al grave problema que implicaba mi exilio dorado en aquel lugar de hombres y mujeres yendo y viniendo constantemente, provenientes de todas las partes del mundo, de países que sólo la fábula y mi edad juvenil me hacían imaginar adornados siempre de toques exóticos. Sin embargo, me entusiasmaba la idea de que tantas y tan diferentes culturas se unieran en algo básico y profundo como la Fe. La misma Creencia en un único Dios y en su Hijo hecho Hombre es lo que traía a los peregrinos hasta aquí y eso, repito, me fascinaba.

Eran portadores estos hombres y mujeres de noticias nuevas y nuevos conceptos que gustaba escuchar en los corros, en las plazas e incluso en las tabernas. Oí lenguas incomprensibles, casi hechas a golpes. Vi rostros extraños: Hombres y mujeres de tez negra y otros hombres y mujeres diminutos, de ojos oblicuos. Conocí sabios venidos de Roma y del reino de los Francos que enseñaban en los atrios la doctrina de los Padres de la Iglesia. Escuché las teorías de la nueva arquitectura mejorada por nuevos equilibrios de masas y formas. Pero sobre todo presté oídos a los trovadores, trovadores de Provenza que componían canciones dulces, muy bien rimadas y mejor aún acompañadas por vihuelas y laúdes casi mágicos.

Además, frecuenté clases magistrales en las aulas de los monjes benitos donde clérigos y legos impartían lecciones de derecho romano, teología y medicina. En esas aulas, acompañado de otros jóvenes aprendices tan ávidos de ciencia como yo, entendí la razón de ser de muchas de las cosas que componen el mundo. Tuve el privilegio de escuchar sus sabias lecciones en claustros oscuros, húmedos, pétreos, siempre silenciosos. Sus disertaciones eran elocuentes, sublimes, apoyadas en gestos, interrogantes, argumentos y brillantes conclusiones que me hacían vibrar. Y tanto disfrutaba del Conocimiento que llegué a pensar, incluso, si aquel regusto por la ciencia no sería más que vanidad. Me acordé de la soberbia de los hombres y de cómo Dios la castigó confundiendo sus lenguas en Babel, cuando construían una torre. No, no creo que fuera vanidad... Dios me había dado ese don y quería que lo utilizara.


Y entre los jóvenes aprendices que me acompañaban estreché lazos de amistad que he conservado, algunos de ellos, durante toda mi vida. Especialmente, la de Antonio de Andrade, de quien más adelante hablaré. De él sólo diré ahora que fue mi primer amigo, mi amigo de verdad. Fue una lástima que la distancia y las circunstancias de la vida nos alejaran durante tantos años.

Me acomodé confortablemente en un caserón de piedra, no muy grande, cuya fachada, sombría, miraba al norte. Por eso la hiedra cubría por completo los enormes bloques de granito hundiéndose entre las rendijas, enroscándose en los hierros de las rejas y en las forjas de los balcones a los que de vez en cuando me asomaba.

Era una casa húmeda, con un patio en el que alguna vez hubo un huerto que ya no se atendía. Conservaba el huerto algunos manzanos y un pozo con el brocal de piedra.

En esta casa leí los libros gruesos que los frailes me prestaban mientras la lluvia se presentaba cada tarde como un invitado permanente al que ya nadie hace caso. La lluvia es constante en Santiago. Menos mal que mi calle se había empedrado con firmes losas de granito para facilitar que el agua corriera sin llegar a formar charcos ni lodo. Pero esas tardes de lluvia invitaban más a la lectura que a deambular por los soportales. Por eso arrimaba la mesa a la ventana y encendía la chimenea para hacer confortables mis largas horas de lectura de esos libros clásicos y de tantas notas como tomaba de sabios y maestros.

Jacinto se preocupó por mí casi como un padre, mejor dicho, como una madre. Y eso es algo que le agradeceré mientras viva.

No olvidé tampoco mi adiestramiento en las armas, pues es tarea que no debe descuidar ningún joven caballero. Por tal razón, dos veces por semana acudía a mi casa un veterano de las campañas de Su Majestad con quien simulaba combates cuerpo a cuerpo utilizando espadas de madera. Practicábamos esos juegos a la sombra de los manzanos, siempre bajo la atenta mirada de Jacinto que aplaudía cada uno de mis golpes. No fue mucha la técnica que pudo enseñarme el viejo soldado sin fortuna pero, al menos, tales sesiones me ayudaron a fortalecer los músculos y a no olvidar que algún día tendría que saber utilizar una espada de verdad, no de madera.

También tuve un caballo, un caballo pinto que me trajeron de los montes que surca el río Avia, de este lado del Miño. Cabalgué a menudo en compañía de Andrade por los valles cercanos pero, a pesar de estar tan próximo, nunca tuve ocasión de acercarme al mar. Algunos peregrinos lo hacían, acudían a Finisterre para contemplar la Obra de Dios y todos ellos volvían maravillados. Años más tarde tuve la oportunidad de contemplar sobradamente la costa gallega desde el otro lado, desde el lado profundo del océano.

Supongo que no pasaron en balde mis años de mocerío en aquella ciudad, donde llegué a ser un personaje anónimo entre los muchos hijos de nobles e hidalgos estudiantes de ciencias elevadas, entre extranjeros, predicadores y también algún que otro farsante o embaucador avispado. Allí fue donde, sin darme cuenta, me convertí en un hombre.
De "EL NAVEGANTE".
Varo.

jueves, 1 de mayo de 2008

Salvar nuestro Patrimonio

Esta noche mi pluma ha querido ponerse en tono reivindicativo. Sin ofender a nadie, como pretendo sea mi estilo, hoy me ha parecido oportuno llamar la atención de todos quienes se asoman a esta ventana para intentar crear conciencia colectiva respecto de la lamentable situación y estado en que se encuentran los últimos vestigios de nuestro Patrimonio Histórico y Artístico: La Iglesia de Santa María La Antigua y el Torreón de San Lorenzo.
Ambos edificios son dignos representantes de nuestro pasado, estaban aquí mucho antes que todos nosotros y, por ello, tenemos la obligación de conservarlos para los que vengan cuando nosotros ya no estemos.
Respecto de Santa María La Antigua: No es ahora el momento de relatar sus excelencias arquitectónicas (que las tiene, y muchas). Simplemente es la hora de dar un destino a este sensacional edificio. Un destino civil que vendría precedido de una rehabilitación en su conjunto, incluida la colocación de una cubierta. Un edificio de estas características, rehabilitado y dedicado a actividades culturales, engrandecería Villalpando. Otros pueblos lo han hecho: Villamayor, por ejemplo. Allí, un grupo de vecinos constituido en Asociación Cultural, consiguió fondos para la rehabilitación de la Iglesia de San Esteban. Con mayor motivo se lo merece Santa María, que fue declarada monumento nacional en los años 30. Esta vieja iglesia románico-mudéjar, una vez rehabilitada, además de mostrar a los visitantes los interesantísimos frescos de las bóvedas, podría albergar el Museo Local de Villalpando respecto del cual algunos de nosotros venimos hablando. O bien, podría ser un magnífico auditorio con excelente acústica para alguna que otra actuación musical clásica, que tampoco hace daño a nadie. O incluso, un “centro de interpretación del mudéjar”. En fin, los usos a los que podría dedicarse el edificio de Santa María son múltiples y no voy a ser yo quien los establezca. Lo verdaderamente importante es su urgente rehabilitación.
Respecto del Torreón de San Lorenzo: Ya hablé de él en el artículo de mi blog titulado “Asociación Cultural de Amigos de Villalpando”. Este Torreón es la última imagen que lleva el viajero cuando abandona Villalpando: una imagen decadente. No es difícil, sin embargo, imaginarlo restaurado: completados sus remates y lazados mudéjares, de castizo ladrillo rojo. No es imposible soñar con la reparación de su preciosa escalera de caracol, absolutamente abandonada y llena de porquería ahora. Ni tampoco sería descabellado dotar a su azotea de un mirador que permitiese a los que gustan de estas cosas, por ejemplo, contemplar el pueblo desde arriba, casi a vista de pájaro. Nada de esto sería imposible porque la restauración del Torreón es cuestión de no mucho dinero. Es más una cuestión de querer hacerlo.
Nos hemos acostumbrado a ver nuestro pueblo lleno de ruinas. Al viajero que viene de Madrid y toma la carretera de Palencia se le hiela la sangre con el espíritu de la vieja Fábrica de Harinas. La Iglesia de San Miguel se observa como si la hubiesen bombardeado en la guerra civil y así hubiera quedado; el Palacio de los Condestables, enfrente, completamente arruinado y, por último, el Torreón de San Lorenzo, que es como el presumido fantasma de la decadencia... Nuestro Patrimonio, con excepciones, está en el más absoluto abandono. No acuso a nadie de ello, sólo pido que se haga algo, que se tomen medidas. Pero, me temo, nadie va a hacer nada si no somos nosotros, los villalpandinos, los herederos de ese Patrimonio, los que alcemos nuestra voz y protestemos. Vamos a quitarnos de una vez esa costumbre tan castellana de conformarnos con las migajas y las ruinas. Tenemos todo el derecho del mundo.