sábado, 31 de diciembre de 2011
Ciertos mitos y algunas realidades
sábado, 12 de noviembre de 2011
Carta breve a un amigo
martes, 27 de septiembre de 2011
Zamora en una hora (poco más)
martes, 5 de julio de 2011
El abuelo (Krasny Bor)
Gracias a Dios, yo no viví aquella guerra. Me enteré de ella después, por los libros de Historia...
La Historia que yo estudié en mi infancia obviaba ciertos temas o magnificaba interesadamente otros creando, a veces, un mito o llegando a conclusiones peregrinas que me ha costado bastante desarraigar.
De aquella guerra en Europa, la Segunda Guerra Mundial, hay un capítulo que siempre me ha llamado la atención: el episodio que relata esa aventura protagonizada por varios miles de soldados españoles en la lejana tierra de Rusia. Exacto: La División Azul. No es que sea un experto en el tema (ni en ese ni en ninguno) pero de alguna cosa me he enterado y sé, por ejemplo, que desde 1941 a 1943, años en los que la División estuvo oficialmente operativa, su actividad se centró casi con exclusividad en el cerco y asedio a la ciudad de Leningrado (no confundir con Stalingrado), formando parte de las tropas alemanas que la sitiaron hasta dejar dicha ciudad en ruinas y completamente exhausta.
No es mi intención soltar aquí ningún rollo sobre la División Azul haciendo un alarde de erudición del que ya he dicho que no soy capaz. Sólo quería contar una historia, la verdadera historia de alguien de carne y hueso que se las vio cara a cara, frente a frente, con los divisionarios españoles. Ocurrió el 10 de febrero de 1943, a más de veinte grados bajo cero. Él era un joven teniente de academia. Había nacido en Leningrado recién estrenada la Revolución. Se llamaba Dimitry Kuzmich Vorobiev, el mismo que más tarde sería el abuelo de Olga, mi esposa.
Tras dos años de asedio, la ciudad de Leningrado (llamada hoy San Petersburgo) agonizaba bajo el fuego demoledor de las baterías alemanas de largo alcance. Miles de soldados nazis, apoyados por tropas regulares de Finlandia y otras voluntarias de España estrangulaban a los tres millones de habitantes que, completamente cercados, preferían morir de hambre bajo el fuego de los obuses alemanes antes que rendirse al enemigo. Sólo un pequeño corredor durante los meses de invierno permitía esporádicamente la salida y entrada a la ciudad de comida, heridos y suministros: se trataba de una endeble línea férrea tendida sobre las aguas congeladas del lago Ladoga, constantemente hostigada por la Lutwaffe. Los supervivientes de Leningrado llamaron a esa línea férrea “El camino de la vida”.
Tal era la dramática situación que se vivía en Leningrado a comienzos de 1943. Pintaban bastos, pero eso no impidió a los defensores de la vieja capital de los zares organizar un audaz contra-ataque en la mañana del 10 de febrero lanzando todo lo que tenía el Ejército Rojo contra el punto donde los soviéticos pensaban que la pinza era más vulnerable. Pensaban que ese punto podría ser el área cercana a la aldea de Krasny Bor, justo la que defendían los soldados españoles de la División Azul.
A las seis en punto de la madrugada Dimitry ya ocupaba el puesto de mando de su blindado: un moderno tanque T-34 provisto de radio. Junto a él, sus tres subordinados: un conductor, un artillero y un tirador. Los cuatro esperaban la orden de lanzarse contra las líneas enemigas, es decir, contra las líneas españolas que no sabían lo que se les venía encima. Primero escucharon el silbido de los obuses sobre sus cabezas, después el rumor de avispas de los bombarderos Tupolev… Dos horas después se hizo el silencio por unos instantes… Fue entonces cuando le llegó la orden: Vperiod!!! (¡Avanzad ahora!)
Dimitry no dudó. Dio la orden al tripulante y su T-34 fue el primero en moverse. Le seguían otros catorce carros y varias compañías de infantería soviética a las que debía abrir paso entre los restos de las defensas españolas. Respiró el miedo inicial de sus subordinados y la euforia de estos poco después, cuando tras un par de kilómetros recorridos las baterías anticarro de las tropas hispanas seguían mudas, sin responder a su avance. Pero Dimitry no se acaba de creer que la artillería y la aviación soviéticas hubieran destruido por completo a los españoles y presentía el peligro a pesar de los gritos de victoria que se escuchaban dentro del blindado. Aquel negro presentimiento no tardó en hacerse realidad.
Escuchó una detonación, después otra… Y otra, y otras mil más… Miró por la escotilla y vio ardiendo uno de los T-34 que le acompañaban en el ataque. También escuchó el tableteo de las armas automáticas y el impacto de las balas contra el blindaje… Aquel estruendo acalló los últimos gritos de júbilo y reavivó el sudor frío en sus manos… Hasta que ya no vio ni escuchó nada más…
Una granada anticarro había impactado lateralmente deteniendo en el acto la marcha del vehículo. Ni el propio Dimitry supo nunca muy bien qué había ocurrido ni cuánto tiempo estuvo allí dentro, en el diminuto habitáculo de su blindado respirando una atmósfera abrasadora y en compañía de sus tres hombres… muertos. Pero en cuanto recobró el conocimiento pensó de inmediato que él también moriría si no salía pronto de allí. Abrió la escotilla y comprobó que su ejército se batía en retirada dejando tras de sí un buen rastro de cadáveres y vehículos humeantes. Quiso salir y marchar corriendo al encuentro de sus camaradas pero al darse cuenta de que se encontraba en medio de un fuego cruzado prefirió tirarse al suelo y avanzar como pudo hacia los suyos.
Los días aún eran muy cortos y no tardó en llegar la noche. Oyó el ruido de motores que no reconocía y el timbre de voces sureñas que hablaban en un idioma completamente incomprensible. Optó por adentrarse en zona pantanosa donde podría encontrar refugio de los hombres que querían darle caza, pero el hielo se rompió en la orilla y Dimitri cayó dentro del pantano hasta casi la cintura. Sintió cómo el agua se le clavaba en los muslos, en las rodillas… Dejó de sentir los pies y por un momento pensó que su hora estaba muy cerca… Sin embargo algo hay dentro del corazón de los hombres que les permite sacar fuerzas aun cuando éstas hace tiempo que ya se han agotado… Y avanzó, avanzó por hielo, por el agua… hasta que llegó al bosque. Después del bosque divisó un puesto avanzado que enarbolaba la bandera roja. Se había salvado pero aquella huida a través de las ciénagas heladas marcó su salud para el resto de su vida.
Acabada la guerra, Dimitry Kuzmich Vorobiev fue condecorado y continuó en el ejército hasta el resto de sus días. Falleció un 15 de Agosto de 1986, a la edad de 67 años, con la graduación de coronel.
Cuenta mi esposa que recuerda ver a su abuelo, ya de anciano, arrastrando las piernas al caminar, consecuencia de aquellos fríos. Dice también que se emocionaba cada 9 de mayo, cuando veía por televisión el desfile de la Victoria. Hasta los últimos días del régimen soviético los escolares llevaron flores de agrad
ecimiento a su esposa, María Vorobieva, en la mañana de ese día tan importante en la memoria colectiva de los habitantes de la antigua Leningrado.
Casi setenta años después, el cerco de 1941 a 1944 aún no se ha olvidado en San Petersburgo. Tampoco la ciudad ha olvidado a sus héroes.
Varo.
(Dedicado a Dimitry y María, los abuelos de mi mujer)
Nota: Las fotos son originales y corresponden al protagonista de la historia. Son de después de la guerra (1958). En la foto del blindado, Dimitry es quien sujeta el libro de planos. La foto de abajo es un tanque T-34 soviético, modelo de 1940.
martes, 31 de mayo de 2011
LISBOA
Por eso, siguiendo los pasos de don Juan y, sobre todo, los de Alonso Gómez, me planté en Lisboa a primeros de este mes de mayo. Necesitaba saber si el agua del Tajo es salada en Lisboa. Si la ropa se pega al cuerpo o si las noches son claras u oscuras... Eso es algo que no viene en Internet.
jueves, 28 de abril de 2011
Sigo aquí
Don Juan releía una y otra vez el despacho que esa misma tarde había llegado de la corte. Lo había traído un correo real que se había jugado el tipo atravesando los puertos y la llanura helada de Castilla. De manera muy especial, aquel otoño de 1587 estaba resultando desapacible y frío, no sólo por las nevadas tan tempranas sino, sobre todo, por la ventisca del Norte, más propia de otros meses de pleno invierno.
Precisamente, era el viento helado estrellándose contra los ventanales del palacio lo único que podría haber turbado la atenta lectura de don Juan pues hacía tiempo que los criados habían apagado todas las luces retirándose a dormir. Sin embargo, el golpeteo constante en los cristales y el silbido fantasmal de la ventolera colándose por los huecos no consiguieron despegar la mirada del condestable de la carta que Su Serenísima Majestad le había remitido con toda urgencia. Y aunque la luz de las velas oscilaba haciendo difícil su lectura, por tercera o cuarta vez los ojos de don Juan quedaron pegados al sello y firma de aquella misiva:
YO, FELIPE, EL REY.
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Así comienza la primera página de un nuevo relato que me traigo entre manos. Un relato bastante más largo que los de La veleta nocturna y que pretende ser una novela. Estas líneas las escribí hace, precisamente ahora, un año, recién publicada La veleta. La historia ha ido creciendo desde entonces a través de casi dos centenares de páginas, pero aún me queda un largo camino por recorrer: terminar de enredar la trama, buscar un final y encontrar un título. Esto último siempre me resultó lo más difícil.
Por cierto, por si alguien no lo había adivinado, la historia comienza en el Palacio de los Condestables, el mismo cuyas ruinas aparecen en la fotografía.