Lo recuerdo paseando por la calle Santiago de Valladolid. Al principio iba solo, agarrándose las manos a la espalda. Más tarde lo empezó a acompañar alguien, cogido del brazo, caminando despacio, sin ninguna prisa... Luego llegó el bastón.
-Adiós, don Miguel -saludaba yo siempre.
Tardó algún tiempo en responder a mi saludo, quizás porque le sorprendiera que un mocoso como yo, desconocido y descarado, burlara a diario ese anonimato que siempre gustaba disfrutar.
Pero, al final, cada vez que nos cruzábamos, generalmente en la plaza de Zorrilla o frente a Caballería, era él quien, primero y a modo de saludo, levantaba su brazo.
Durante aquellos años de bachillerato, entre clase y clase, pasaba los cinco minutos de asueto que se nos permitía observando los cientos de orlas que colgaban en los pasillos inmensos de un Colegio plagado de historia, mi colegio: "El Lourdes". Eran rostros en blanco y negro, la mayoría anónimos... Aunque alguno...no tanto. En una de esas viejas promociones estaba la foto de un joven Miguel. Fue en esa época, en 1981, para más señas, cuando por primera y única vez en mi vida estreché su mano; era él quien, en esa ocasión, entregaba los premios del certamen "Relato Breve Ciudad de Valladolid". Desde entonces... ¡cómo no iba a saludarlo!
Hoy las calles de Valladolid se han quedado huérfanas. Y el señor Cayo también. Y los Santos son aún más Inocentes. Y Mario... Y el Ratero... Y sus amigas, las truchas... Y el Azarías... que por fin han comprendido por qué la sombra de un ciprés siempre es alargada.
Varo.