Real de a ocho |
Mi buen amigo Pablo me preguntaba esta misma mañana por la próxima actualización de
este blog. En tono cariñoso me llamaba la atención por el tiempo que llevo sin
publicar ningún artículo y me recordaba que él se desayuna cada jornada con la
prensa diaria y con la visita a éste y algún que otro cuaderno virtual de los
que Villalpando es telón de fondo.
Pues bien,
amigo Pablo, como ya te comenté a ti personalmente en mitad de nuestra querida
Plaza Mayor, vuelvo a decir aquí ahora para aquellos que me siguen –no sin
antes pedir disculpas por mis ausencias- que el motivo de tanta escasez no es
otro que el haberme concentrado en cuerpo y alma en ese proyecto que me traigo
entre manos desde –va a hacer ahora- tres años: mi novela. Una novela que
tendría que tener ya terminada y que no lo está por causa de mis múltiples
obligaciones profesionales y familiares, así como por otras aficiones dejadas
también un poco de lado pero que no quiero ni debo abandonar del todo.
Por último,
decirte a ti, Pablo, y a todos los que me seguís que confiéis en mí, como
siempre habéis hecho, pues muy pronto os daré la buena nueva de que ese
proyecto ha quedado, por fin, terminado. Por ahora baste dejar aquí las líneas
que siguen a continuación. Por cierto, me queda lo más difícil: encontrar un
título.
Capítulo IX del Libro II
Segundo Costales había aparecido muerto
en su propia casa. Lo encontró su vecina de toda la vida, Benita la Lenteja, al extrañarse de que la mula
relinchara inquieta durante varios días. Benita conocía a Costales desde niño y
por una confusa relación de vecindad que a menudo solía transformarse en afecto y amor de madre, sabía con todo lujo
de detalles de su intención de asentarse en las Indias. No en vano, la Benita
fue una de las pocas personas que le habían animado a hacerlo, a venderlo todo y
a emprender una vida libre en el Nuevo Mundo. Ahora que eres joven y tienes oportunidad, solía decirle la Benita.
Como conocía bien la casa del vecino y
ella era tan pequeña o, mejor dicho, tan insignificante –por eso la llamaban la Lenteja- no tuvo dificultades para
colarse en el interior de la cuadra, justo en la parte baja de la casa. Observó
la pesebrera lamida como si la hubieran fregado con estopa, lo cual le hizo
suponer que la acémila llevaba varios días sin probar bocado. Quiso comprobarlo
echándola un poco de cebada y paja y, efectivamente, La Lenteja no se equivocaba: El animal introdujo su hocico de
manera nerviosa y comió con fruición hasta agotar el último grano.
No era normal que Costales, un
jovenzuelo con sobrada fama de responsable y cabal, decidiera marcharse sin su
mula abandonándola de semejante manera. Ni era normal, pensaba La Lenteja, que se hubiera ido sin
despedirse, al menos de ella, a quien tanto cariño había mostrado desde
siempre. Por eso subió las escaleras y entró en la casa.
―¡Segundo, Segundo! ―lo llamó a voces.
Pero nadie respondía.
La casa, con los cuarterones echados, se
había quedado en penumbra y olía a rancio por falta de ventilación. De forma
totalmente intuitiva, se dirigió desde
la puerta hacia las ventanas que dan al corral, para abrirlas, pero
tropezó con algo que no tendría que haber estado en el suelo y, como un fardo,
cayó de bruces sobre la tarima. La Benita, aunque ya tenía sus años, se
incorporó de un brinco, prácticamente a ciegas, con la agilidad de los gatos
sin dueño. Ese impulso que tomó le sirvió para alcanzar con muy poco esfuerzo
los cerrojos de las contraventanas y, al abrirlas, la sala se iluminó.
Resulta que allí tendido, en medio de
una enorme mancha negra que teñía el entablado, con los ojos aún abiertos y el
vientre reventón, estaba tirado, aparentemente sin vida, el cuerpo de Segundo
Costales. A Benita sólo le dio tiempo a gritar. Corrió hacia la puerta saltando
por encima del cadáver, con el que casi tropieza de nuevo; dio un traspié -por
las prisas- en los últimos peldaños y volvió a caer al suelo, esta vez sobre
los cagajones de la mula, pero se levantó enseguida con ese gesto felino tan
suyo para atravesar las rendijas del portón como si estuviera hecha de viento,
completamente presa del pánico.
Ya en la calle, la Benita gritó como una
loca sin saber muy bien si debía pedir la ayuda de un galeno, de un cura o de
los corchetes del corregidor. El caso es que gritó y gritó hasta quedarse
afónica y no tardó en formarse un remolino de gente a su alrededor entre la que
se distinguía la sotana de un capellán, el birrete de un médico y las capas
negras de dos corchetes de su majestad, pero ni unos ni otros pudieron hacer
nada por Costales.
―Lleva muerto varios días ―dijo el
médico.
―¡Que Dios se apiade de su alma! ―añadió
el cura.
Y uno de los corchetes, el que parecía
tener el mando, al percatarse del evidente desorden reinante en la sala,
terció:
―Parece que lo han matado para robarle.
―Acababa de vender su heredad por diez
mil reales… ―quiso corroborar la Benita.
En ese instante, todas las miradas se
volvieron hacia ella y no tuvo más remedio que relatar a los dos representantes
de la justicia del rey todo cuanto sabía acerca de las intenciones del joven
Costales, a quien nadie se había atrevido a tocar, ni siquiera el médico.
A Segundo Costales lo enterraron al día
siguiente, en la misma fosa común donde ya descansaban su padre y su madre. El
sepelio fue sufragado por el concejo con cargo a lo que se obtuvo más tarde de
la venta de la casa y de la mula porque, ni que decir tiene, los diez mil
reales en piezas de a ocho nunca aparecieron.
Bueno, en realidad, sí aparecieron:
Después de que tuvieran lugar todas
aquellas firmas cuando la compra de las tierras, Francisco Nogales pensó que
diez mil reales era demasiado dinero para cualquiera, sobre todo para aquel
mocoso de Costales que, para colmo, se marchaba a América. ¿Para qué querría tanto
dinero en la tierra de la abundancia? Pensaba el Paquillo que no tendría
ocasión de necesitarlo. Y claro, para ayudarle a andar más ligero, para
aliviarle de tan pesada carga, para eso estaba él, Francisco Nogales,
absolutamente dispuesto a dejarle sin un solo ochavo.
Nogales salió a caballo tras los pasos de
Segundo el día de las firmas. Lo siguió de lejos sabedor de que por esa
prudencia que le caracterizaba no haría alto alguno en el camino sino que, sin
escalas, marcharía directo a su casa para guardar enseguida toda la plata que
llevaba encima. A pesar del trayecto, ni por un momento dudó de aquella idea
que se le había venido a la cabeza cuando vio cómo la Pepa ponía en sus manos
las veinticinco bolsas de cincuenta piezas de a ocho cada una. Enseguida pensó
que no sería difícil arrebatárselas al mequetrefe de Costales que ni por edad
ni por estatura tenía dos guantazos, en caso de ponerse chulo. Aunque –seguía
cavilando el Paco- para evitar problemas con la Justicia, sería mejor robarle
sin ser visto, como había hecho desde niño, en un descuido, así no habría
denuncias que lo acusaran y que lo acabaran llevando a probar el potro de las
mazmorras del castillo. Se decía que quien probaba el potro acababa confesando
los crímenes propios y los ajenos, cualquier cosa que el verdugo quisiera… Pero
la visión del potro no le retuvo ni por un instante. Más bien, pasó de largo
por su sesera, cegada completamente por el brillo nocturno de la plata y el
tintineo de las piezas de a ocho cuando chocan entre sí en la faltriquera.
Así pues, decidió que lo mejor sería
apostarse en la taberna de la calle Claveles y esperar a que el pájaro saliera
del nido. Se sentó en la mesa de la ventana, pidió una jarra de clarete y, como
si estuviera de guardia, fijó los ojos en el portón de la casa de Costales sin
pestañear, ni siquiera entre sorbo y sorbo. Bien sabía el Paco que su víctima
vivía sola en una casa pequeña, fácil de registrar, en la que, a un granuja
como él, no le iba a resultar difícil abrirse paso. Pero Costales tardó en
salir y a la primera jarra de clarete le sucedió otra de tinto de Toro, con
mucho más cuerpo, que le dejó seca la boca y le hizo demandar una tercera de
blanco. Como era más que hora de comer pidió un plato de lo que en ese día se
cocinaba en la taberna pero, con el vientre repleto de tanto líquido, apenas sí
llegó a probar algo de pan pringado en el caldo de unos garbanzos con costillas.
Notó enseguida que los párpados le pesaban. Será el vino, pensó mientras
sonaban por sorpresa cinco campanadas en la iglesia de San Pedro. Los cinco
repiques sonaron tan cerca que le amartillaron el alma y lo sacaron del limbo
sestero en el que se veía flotando. Pero no le dio tiempo a luchar contra la
modorra pues el portón de la casa que vigilaba por fin se abrió y de esa puerta
salió el mismo Costales quien, después de mirar a ambos lados, dio dos vueltas
a la llave y se alejó caminando hasta desaparecer. Francisco Nogales decidió
que ese era el momento.
No le costó demasiado esfuerzo saltar la
tapia del corral. Ni tenía demasiada altura ni, en caso de haberla tenido, tal
obstáculo le habría supuesto valladar pues ya eran muchas las tapias que había
saltado y en ese trabajo se había convertido, a base de práctica, en un
consumado experto. Desde el corral se introdujo por una ventana al interior. La
violentó con suma facilidad sirviéndose de la navaja que siempre llevaba
encima. Después husmeó libremente por la casa, a media luz, abriendo gavetas y
armarios a su antojo sin importarle si hacía ruido o no pues se sabía solo y
eso era algo que le hacía sentirse impune. Se bebió el vino que Costales
guardaba en la alacena y, como sintió la vejiga a reventar, no le importó
orinarse en la misma alcoba, justo al lado de la cama.
Tal vez fuera el reguero de orín
colándose por una rendija del entarimado lo que le hiciera fijarse en el
detalle de un listón más limpio y brillante que el resto. Observó que estaba
sujeto con clavillos nuevos y le llamó la atención que en los bordes hubiese
muescas recientes de las que, al pasar la mano, se desprendieron diminutas
astillas. Estaba claro que ese exiguo trozo de tarima había sido recolocado
hacía muy poco tiempo y, por eso, ayudándose otra vez de su navaja, comenzó a
desclavar el listón confiando en su buena estrella que no tardó en sonreírle de
pleno.
En el mismo instante que las veinticinco
bolsas repletas de plata aparecieron ante sus narices sonaron de nuevo las
campanas de San Pedro. Esta vez fueron seis toques. Una hora exacta había
tardado en encontrar los diez mil reales. No estaba mal para llevar holgando
varios meses en casa de Alonso Gómez. Se alegró de no haber perdido facultades.
Pero los mismos repiques de San Pedro le
impidieron escuchar que la puerta de la casa se abría y que alguien subía las
escaleras. Segundo Costales sorprendió al ladrón en plena faena, acariciando todavía
las monedas de una de las bolsas abiertas y no pudo resistir el pronto que le
dio de abalanzarse sobre quien pretendía robarle. Si hubiese corrido hacia la
calle para gritar pidiendo ayuda, el malhechor habría sido capturado,
seguramente, sin problemas y su dinero se habría salvado. Pero al acometerlo, el
Paco, que estaba borracho, para zafarse le lanzó con la navaja una estocada
directa, sin pensárselo dos veces, de suerte que consiguió alcanzarle de lleno el
vientre. Y como el pobre Segundo empezara a gritar de puro dolor y también por
verse herido, de inmediato le asestó otra, ahora en el cuello, para que callara.
La sangre le brotó de las gorjas como si fuera un manantial en primavera. Lo
miró yaciendo en el suelo y se dio cuenta de que aún respiraba. Habiendo
llegado hasta ahí, qué más le daba ya. Lo mejor era no dejar testigos y por eso
le asestó otra media docena de puñaladas en el pecho para asegurarse, poniendo
cuidado de que la navaja traspasara la barrera de las costillas.
Después envolvió las veinticinco bolsas
con una sábana y se dispuso a salir pero se dio cuenta de que aún era de día.
Pensó que si alguien lo veía saltando la tapia estaba perdido pues lo
relacionarían de inmediato con la muerte de Costales y acabaría confesando en
cuanto le aplicasen tormento. Así pues, concluyó que lo mejor era esperar a que
se hiciera de noche.
Se sentó en una silla muy cerca del
cadáver y aguardó paciente hasta quedarse completamente dormido. Cuando se despertó
habían pasado varias horas y, aunque le dolía la cabeza, ya no estaba borracho.
Un cuarto creciente lunar arrojaba algo de luz sobre la sala, la suficiente
para reconocer la silueta del malogrado Costales tendido en el suelo. Se dio
entonces cuenta de lo que había hecho y, tras cerrar de forma instintiva las
contraventanas, huyó de allí despavorido.
Otra vez su buena estrella le ayudó a
saltar el muro justo en el momento en que nadie pasaba por la calle pues la
noche era fresca y no invitaba al paseo. Cuando se vio libre de esa congoja
repentina que le había entrado tras ver el cadáver de su víctima, el Paco se
dirigió al yeguarizo de la villa en busca de su caballo. Guardó el botín en las alforjas y decidió que era el momento de volver a casa, pero antes pasó por la
taberna de la calle Claveles y por las de la plaza, por todas ellas, en las que
volvió a beber vino, esta vez del bueno, acompañado de mujeres de mal vivir a
las que pagó con relucientes piezas de a ocho.
Otra cuestión: Los nombres, apellidos y
apodos están tomados de los habituales en esta zona. Cualquier coincidencia con
personas reales de la actualidad es eso, pura coincidencia.