Pocos días antes de la fiesta de San
Juan, en la villa se habían segado ya las primeras cebadas; también en San
Mamés varias cuadrillas de segadores gallegos daban corte a las parcelas más
tempranas, las que miran a poniente en la falda del castro, y los augurios de
una buena cosecha se hacían realidad a medida que las hoces avanzaban.
―Como todo el campo esté igual, no va a
caber tanto grano en las paneras… ―decía Pepa Cifuentes, casi como una queja.
―Que Dios nos dé tales tribulaciones y
no otras ―sentenció Julia desde su sillón.
El sol ya casi se había puesto tras el
horizonte y las dos hermanas, sentadas al fresco, observaban el paso lento y tambaleante
del último carro cargado de mies enfilando con obstinación el camino de la era.
Tras el carro, siguiéndolo como quien sigue a un difunto, la cuadrilla de atadores
arrastraba los pies enjugando el sudor con lienzos negros, como si fuesen
lágrimas, sin atreverse a mirar al cielo ni a estirar sus espaldas aún corvas
por mor de tan larga jornada de siega, del orto hasta el ocaso, como la que al
día siguiente les esperaba. Tal vez fuera la conciencia de saberse presos de esa
pena libremente aceptada lo que impedía a aquellos hombres y mujeres, recios
como el acero, levantar la vista con dignidad y mirar al frente. Aun así,
cuando el camino dobló junto a la casa, todavía tuvieron fuerzas para
destocarse de sus enormes sombreros de bálago y saludar, con respeto pero sin
entusiasmo, a la dueña que les habría de pagar el jornal de aquel día. Tras la
cuadrilla de agosteros, cerrando la comitiva, Francisco Nogales a caballo.
―Tengo ya ganas de que todo esto acabe
―balbuceó Julia al paso de los segadores.
―¿A qué te refieres, hermana?
―A mi preñez, a la cosecha, al viaje de
Alonso…
Ante tales palabras, la Pepa no hizo
comentario alguno.
―Se me ha complicado tanto la
vida…―añadió Julia con tono resignado.
―No deberías quejarte. Eres una mujer
rica, vas a ser madre… ¿Qué más se puede pedir?
―Me gustaría que Alonso regresara
pronto, antes de que nazca el niño.
Tampoco entonces la Pepa llegó a abrir
la boca pues era evidente que en su corazón no palpitaba, ni mucho menos, el
mismo deseo. Salió de la casa, entonces, Lucía Carundia portando de la mano un
chal que colocó sobre los hombros de Julia, instante que aprovechó Pepita para
cambiar de conversación:
―¿Se sabe ya algo de los crímenes de
Bastiana y Costales?
―Dicen que ha sido el mismo asesino ―,
respondió Lucía. ―Pero el que tiene que estar más enterado es ese ―, añadió
refiriéndose al Paco. ―Como anda siempre de aquí para allá…
―¿Y por qué dicen que el asesino es el
mismo? ―, terció Julia.
―Parece ser que los cortes y las heridas
en ambos cadáveres eran de idéntica hechura y profundidad; dicen que fueron practicadas
con un verduguillo de poco calado que obligó al asesino a ensañarse con sus
víctimas asestándolas más de una docena de estoques…
―¡Dios mío! ―exclamó la dueña. ―Mira que
si le da por venir a San Mamés…
―Lo que ya no está claro es por qué mató
a la pobre Bastiana. No hay duda de que a Costales se lo llevó por delante para
robarle los diez mil reales que le pagaste por las tierras, pero la Cestañera… ¿qué mal pudo haberle hecho?
―Bastiana era una buena mujer; puta,
pero buena ―sentenció la pequeña Cifuentes.
―También se comenta que el asesino es,
sin duda, alguien de la villa, por eso la gente está aterrorizada…
―Para ya, Lucía ―, exclamó Julia― que me
está entrando pánico sólo de pensar que un asesino anda suelto por ahí.
―Menos mal que tenemos al Paco para que
nos proteja ―terció Pepita.
―Oh, sí; es un gran consuelo saber que
Paquillo Nogales guarda la casa ―dijo la Carundia con sorna.
Aquel eterno atardecer de finales de
junio fue dando paso a una luna inaugural que surgió, de forma casi mágica,
tras la silueta nocturna de la villa; una luna rojiza, redonda y enorme que fue
ganando en altura e intensidad mientras las tres mujeres conversaban.
Acompañaba a aquella conversación el cántico monocorde de los grillos y de
alguna que otra cigarra indolente; también llegaba, desde el juncal, la
cantinela sin sentido de las ranas croando y hasta algún que otro ladrido furioso
y relinchar de caballerías. Todas aquellas voces y sonidos de la noche incipiente,
se fundían en una especie de mar de fondo que arrullaba y mecía, como una
canción de cuna; y nada les habría impedido seguir allí sentadas si no hubiese
sido por una brisa que, sin invitación ni aviso previo, quiso levantarse para
poner discordia en medio de la calma chicha del nocturno estepario. Fue
entonces cuando Lucía se levantó del poyo en el que estaba sentada para decir:
―Ea, vamos para adentro, que ya cae el
relente y no sea que te quedes fría.
Aquella noche de primer día de cosecha
Julia dejó abierta la ventana para que la Luna le hiciese compañía; supuso que
el calor sería menos sofocante si un poco de brisa corría por la alcoba. Además,
con ese vientre tan hinchado que le impedía revolverse a su gusto en la cama,
toda ayuda era poca a la hora de dormir, cuestión en la que ya había reparado
la Carundia y para la que ésta tenía el remedio oportuno: una buena infusión de
cápsulas de amapola que cada noche le servía disimulando su sabor con media
cucharada de miel. Aun así, no es fácil conciliar el sueño cuando el espíritu
se revela y no quiere dejarse llevar. Por eso, oyó perfectamente la campana que,
como cada noche, informaba a la villa del cierre de las puertas y, más tarde, mucho
más, el esquilón de San Francisco convocando a maitines. Debió de ser entonces
cuando Julia se quedó dormida. Pero hasta ese momento, pasaron por su mente
cientos, miles de imágenes que, ante todo, evocaban su deseo de sentirse libre,
sin esa carga tan pesada que venía soportando y de la que se sabía totalmente
responsable. Y así, se vio en compañía de su marido y de su hijo, de quien no
lograba vislumbrar el rostro con definición. Se vio caminando de la mano de ambos por
la orilla de un río, vestida de blanco y descalza, y se preguntó si aquella
visión tendría algún significado. Tal vez fuera conveniente preguntárselo a la
Carundia, pensó. Más tarde, cuando cayó rendida, al rayar el alba, el blanco de
su vestido se tornó en rojo y de esas imágenes desaparecieron Alonso y el niño,
quedándose ella sola en única compañía de los monstruos que sus sueños
fabricaban. Y en esos sueños vinieron a visitarla Segundo Costales y Bastiana la Cestañera.
*
* *
Pepa Cifuentes había cubierto su cuerpo
desnudo, únicamente, con una sábana de lino cuyo tacto ingrávido le pareció que
le acariciaba la piel. Aún con la vela encendida miró a su alrededor y reparó
en un rosario de cuentas de azabache que su hermana le había regalado. Extendió
la mano para cogerlo con intención de rezar alguna oración con la que dar
gracias por tantas bondades como estaba recibiendo, pero se dio cuenta de que
sus pechos asomaban sin pudor por encima del embozo y tal apariencia no se le antojó la más
adecuada para hablarle a Dios, pues si bien es cierto que había visto en
imágenes y tallas el cuerpo semidesnudo de Cristo Crucificado o, incluso, el de
San Andrés martirizado en el aspa, no recordaba que ninguna santa ni, mucho
menos, ninguna virgen hubiera entrado en cueros en comunión con el Altísimo.
Por eso, dejó el rosario en su sitio, apagó la vela y se dio media vuelta
quedándose dormida al instante.
Pepa creyó oír en sueños su propia
respiración que le susurraba al oído; creyó sentir el calor del verano en la
espalda y el tacto del lino escrutando de arriba abajo su cuerpo. Notó que
sudaba. Aún dormida disfrutó del placer que le proporcionaban esas caricias
clandestinas hasta que un olor a vino y bodega le llegó nítido a su olfato.
Entonces se despertó y comprobó que era la mano del Paco la que pretendía
abarcar uno de sus senos. Pepa no se asustó pues en cierta manera esperaba su
visita; la llevaba esperando durante varias noches:
―Has vuelto a beber otra vez ―le
recriminó.
―Sólo un par de tragos…
―Dirás, más bien, un par de jarras.
En ese instante, con la otra mano, el
amante nocturno buscó bajo la sábana el vientre de Pepa y, al encontrarlo, ella
se estremeció.
Fernando Cartón Sancho.