domingo, 17 de noviembre de 2013

Capítulo XV del Libro Segundo.


Pocos días antes de la fiesta de San Juan, en la villa se habían segado ya las primeras cebadas; también en San Mamés varias cuadrillas de segadores gallegos daban corte a las parcelas más tempranas, las que miran a poniente en la falda del castro, y los augurios de una buena cosecha se hacían realidad a medida que las hoces avanzaban.
―Como todo el campo esté igual, no va a caber tanto grano en las paneras… ―decía Pepa Cifuentes, casi como una queja.
―Que Dios nos dé tales tribulaciones y no otras ―sentenció Julia desde su sillón.
El sol ya casi se había puesto tras el horizonte y las dos hermanas, sentadas al fresco, observaban el paso lento y tambaleante del último carro cargado de mies enfilando con obstinación el camino de la era. Tras el carro, siguiéndolo como quien sigue a un difunto, la cuadrilla de atadores arrastraba los pies enjugando el sudor con lienzos negros, como si fuesen lágrimas, sin atreverse a mirar al cielo ni a estirar sus espaldas aún corvas por mor de tan larga jornada de siega, del orto hasta el ocaso, como la que al día siguiente les esperaba. Tal vez fuera la conciencia de saberse presos de esa pena libremente aceptada lo que impedía a aquellos hombres y mujeres, recios como el acero, levantar la vista con dignidad y mirar al frente. Aun así, cuando el camino dobló junto a la casa, todavía tuvieron fuerzas para destocarse de sus enormes sombreros de bálago y saludar, con respeto pero sin entusiasmo, a la dueña que les habría de pagar el jornal de aquel día. Tras la cuadrilla de agosteros, cerrando la comitiva, Francisco Nogales a caballo.
―Tengo ya ganas de que todo esto acabe ―balbuceó Julia al paso de los segadores.
―¿A qué te refieres, hermana?
―A mi preñez, a la cosecha, al viaje de Alonso…
Ante tales palabras, la Pepa no hizo comentario alguno.
―Se me ha complicado tanto la vida…―añadió Julia con tono resignado.
―No deberías quejarte. Eres una mujer rica, vas a ser madre… ¿Qué más se puede pedir?
―Me gustaría que Alonso regresara pronto, antes de que nazca el niño.
Tampoco entonces la Pepa llegó a abrir la boca pues era evidente que en su corazón no palpitaba, ni mucho menos, el mismo deseo. Salió de la casa, entonces, Lucía Carundia portando de la mano un chal que colocó sobre los hombros de Julia, instante que aprovechó Pepita para cambiar de conversación:
―¿Se sabe ya algo de los crímenes de Bastiana y Costales?
―Dicen que ha sido el mismo asesino ―, respondió Lucía. ―Pero el que tiene que estar más enterado es ese ―, añadió refiriéndose al Paco. ―Como anda siempre de aquí para allá…
―¿Y por qué dicen que el asesino es el mismo? ―, terció Julia.
―Parece ser que los cortes y las heridas en ambos cadáveres eran de idéntica hechura y profundidad; dicen que fueron practicadas con un verduguillo de poco calado que obligó al asesino a ensañarse con sus víctimas asestándolas más de una docena de estoques…
―¡Dios mío! ―exclamó la dueña. ―Mira que si le da por venir a San Mamés…
―Lo que ya no está claro es por qué mató a la pobre Bastiana. No hay duda de que a Costales se lo llevó por delante para robarle los diez mil reales que le pagaste por las tierras, pero  la Cestañera… ¿qué mal pudo haberle hecho?
―Bastiana era una buena mujer; puta, pero buena ―sentenció la pequeña Cifuentes.
―También se comenta que el asesino es, sin duda, alguien de la villa, por eso la gente está aterrorizada…
―Para ya, Lucía ―, exclamó Julia― que me está entrando pánico sólo de pensar que un asesino anda suelto por ahí.
―Menos mal que tenemos al Paco para que nos proteja ―terció Pepita.
―Oh, sí; es un gran consuelo saber que Paquillo Nogales guarda la casa ―dijo la Carundia con sorna.
Aquel eterno atardecer de finales de junio fue dando paso a una luna inaugural que surgió, de forma casi mágica, tras la silueta nocturna de la villa; una luna rojiza, redonda y enorme que fue ganando en altura e intensidad mientras las tres mujeres conversaban. Acompañaba a aquella conversación el cántico monocorde de los grillos y de alguna que otra cigarra indolente; también llegaba, desde el juncal, la cantinela sin sentido de las ranas croando y hasta algún que otro ladrido furioso y relinchar de caballerías. Todas aquellas voces y sonidos de la noche incipiente, se fundían en una especie de mar de fondo que arrullaba y mecía, como una canción de cuna; y nada les habría impedido seguir allí sentadas si no hubiese sido por una brisa que, sin invitación ni aviso previo, quiso levantarse para poner discordia en medio de la calma chicha del nocturno estepario. Fue entonces cuando Lucía se levantó del poyo en el que estaba sentada para decir:
―Ea, vamos para adentro, que ya cae el relente y no sea que te quedes fría.
Aquella noche de primer día de cosecha Julia dejó abierta la ventana para que la Luna le hiciese compañía; supuso que el calor sería menos sofocante si un poco de brisa corría por la alcoba. Además, con ese vientre tan hinchado que le impedía revolverse a su gusto en la cama, toda ayuda era poca a la hora de dormir, cuestión en la que ya había reparado la Carundia y para la que ésta tenía el remedio oportuno: una buena infusión de cápsulas de amapola que cada noche le servía disimulando su sabor con media cucharada de miel. Aun así, no es fácil conciliar el sueño cuando el espíritu se revela y no quiere dejarse llevar. Por eso, oyó perfectamente la campana que, como cada noche, informaba a la villa del cierre de las puertas y, más tarde, mucho más, el esquilón de San Francisco convocando a maitines. Debió de ser entonces cuando Julia se quedó dormida. Pero hasta ese momento, pasaron por su mente cientos, miles de imágenes que, ante todo, evocaban su deseo de sentirse libre, sin esa carga tan pesada que venía soportando y de la que se sabía totalmente responsable. Y así, se vio en compañía de su marido y de su hijo, de quien no lograba vislumbrar el rostro con definición. Se vio caminando de la mano de ambos por la orilla de un río, vestida de blanco y descalza, y se preguntó si aquella visión tendría algún significado. Tal vez fuera conveniente preguntárselo a la Carundia, pensó. Más tarde, cuando cayó rendida, al rayar el alba, el blanco de su vestido se tornó en rojo y de esas imágenes desaparecieron Alonso y el niño, quedándose ella sola en única compañía de los monstruos que sus sueños fabricaban. Y en esos sueños vinieron a visitarla Segundo Costales y Bastiana la Cestañera.


* * *

Pepa Cifuentes había cubierto su cuerpo desnudo, únicamente, con una sábana de lino cuyo tacto ingrávido le pareció que le acariciaba la piel. Aún con la vela encendida miró a su alrededor y reparó en un rosario de cuentas de azabache que su hermana le había regalado. Extendió la mano para cogerlo con intención de rezar alguna oración con la que dar gracias por tantas bondades como estaba recibiendo, pero se dio cuenta de que sus pechos asomaban sin pudor por encima del embozo y  tal apariencia no se le antojó la más adecuada para hablarle a Dios, pues si bien es cierto que había visto en imágenes y tallas el cuerpo semidesnudo de Cristo Crucificado o, incluso, el de San Andrés martirizado en el aspa, no recordaba que ninguna santa ni, mucho menos, ninguna virgen hubiera entrado en cueros en comunión con el Altísimo. Por eso, dejó el rosario en su sitio, apagó la vela y se dio media vuelta quedándose dormida al instante.
Pepa creyó oír en sueños su propia respiración que le susurraba al oído; creyó sentir el calor del verano en la espalda y el tacto del lino escrutando de arriba abajo su cuerpo. Notó que sudaba. Aún dormida disfrutó del placer que le proporcionaban esas caricias clandestinas hasta que un olor a vino y bodega le llegó nítido a su olfato. Entonces se despertó y comprobó que era la mano del Paco la que pretendía abarcar uno de sus senos. Pepa no se asustó pues en cierta manera esperaba su visita; la llevaba esperando durante varias noches:
―Has vuelto a beber otra vez ―le recriminó.
―Sólo un par de tragos…
―Dirás, más bien, un par de jarras.

En ese instante, con la otra mano, el amante nocturno buscó bajo la sábana el vientre de Pepa y, al encontrarlo, ella se estremeció.

Fernando Cartón Sancho.

sábado, 27 de julio de 2013

Recuperar nuestro patrimonio (II)

El recibo que aparece escaneado en este artículo está fechado el 12 de mayo de 1947. Lo extiende el director del Museo de Arte Sacro de la Diócesis de León, d. Raimundo Rodríguez, quien el día mencionado se lleva por orden del sr. Obispo de León las tallas, telas e imágenes que aparecen relacionadas en el indicado recibo. Son obras que se encontraban en las villalpandinas iglesias de San Pedro y Santiago, algunas de las cuales han podido ser vistas por las personas que el pasado jueves, 18 de julio, durante la excursión organizada a la ciudad de León, visitaron los museos de dicha localidad.
La persona que me ha hecho entrega de este recibo y que también acudió a la excursión aludida me ha planteado la posibilidad de intentar recuperar todos estos objetos pertenecientes al acervo cultural villalpandino, señas de identidad de nuestro pueblo, objetos que, por razones que desconozco, salieron de la villa para nunca más volver a ella. Quizás entre esas razones estuviera la necesidad de conservar un patrimonio dejado de la mano de Dios, a merced de expoliadores, sacristanes y párrocos con pocos escrúpulos y en progresivo deterioro, un patrimonio al que en aquellos años no se le daba el valor que debía darse (salvo que fuese de oro o plata) pues más que las cosas refinadas con las que alimentar el espíritu importaban otras más prosaicas y mundanas que llevar a la boca. Pero los tiempos han cambiado mucho desde los años 40 y ahora las gentes de Villalpando también tienen inquietudes culturales. Muchos nos planteamos y pensamos que es posible recuperar todo ese patrimonio que un día salió de la villa ya que, sin discutir la titularidad de su legítimo propietario, creemos que es aquí, en Villalpando, donde debe estar, pues nuestro es, aunque sólo sea moralmente.
Si llegara a ser en hecho la idea de que la Iglesia de San Pedro se convierta en el Museo de Villalpando, como propone la embrionaria Asociación de Amigos de San Pedro, no habría lugar más privilegiado en la villa para ubicar todas estas joyas que un 12 de mayo de 1947 salieron de nuestro pueblo para llenar las vitrinas y estantes de los museos leoneses, además de otras obras que se exponen en el museo Provincial o que se guardan en cajones de casas particulares. Pero para conseguirlo habría que luchar largo y tendido, llamar a muchas puertas y, sobre todo, dar mucho la vara. ¿Alguien se anima?
Fernando Cartón.

jueves, 20 de junio de 2013

MUVI´S

No, no se trata del título de una película ni es el último libro de Reverte. MUVI o, cariñosamente, las MUVIs es un acrónimo que significa MUJERES UNIDAS DE VILLALPANDO, una asociación cultural que lleva 23 años en funcionamiento, organizando -entre otras cosas- una semana cultural en vísperas de las Ferias de la Madera en la que yo, esta vez, he tenido el honor de participar como ponente o conferenciante. Mi exposición llevaba por título "Apuntes históricos villalpandinos". Y con tal enunciado ya todo el mundo sabrá de qué iba mi charla (es que la historia de mi pueblo me pierde...).
Ciertamente, la primera sorpresa me la llevé tras comprobar que la sala se había quedado pequeña, bastante antes de dar comienzo la charla. Y la segunda sorpresa, mayor que la primera, cuando me di cuenta que a la inmensa mayoría de las asistentes (también había hombres, pero menos) les interesaba cuanto yo decía.  Escuchándome con atención y hasta con devoción estuvieron las señoras de Villalpando. Hasta me hicieron preguntas. Digo señoras porque, salvo contadas excepciones casaderas, no había estudiantes: supongo que a las y los estudiantes de Villalpando no les interesaba el tema pues todas y todos ellos ya se saben al dedillo la historia de su pueblo y, por supuesto, la historia de España, materia en la que -estoy seguro- son auténticos sabios doctores pues no hay más que vivir en frente al Instituto Tierra de Campos -como vive un servidor- para comprobar a diario el elevadísimo nivel cultural que rezuma dicha casa del saber y, sobre todo, la buena educación de sus alumnos.
Volviendo a las MUVI´S, diré que son un ejemplo a seguir y un espejo en el que mirarse. Organizan mil y una actividades para cultivarse y entretenerse durante los largos meses de nuestro invierno estepario, y lo hacen de forma puramente altruista, sin otro interés que la propia superación personal. Y eso, en los tiempos que corren, hay que reconocer que
vale mucho. Por ello, deseo a estas mujeres de Villalpando, a las MUVI´S, una larga y fructífera singladura. Por lo menos, otros veintitrés años más.
Enhorabuena y feliz cumpleaños, chicas.
Fernando Cartón.

jueves, 25 de abril de 2013

La Logística Invencible

Uno de los libros que me han servido de guía y fuente de documentación para la novela que me traigo entre manos es la obra cuya portada aparece escaneada en este artículo. Aunque ya he dicho en otras ocasiones que mi novela no va de barcos ni de batallas navales -cuestiones en las que soy totalmente profano-, ambientada como está en la época y episodio de la Armada Invencible, ciertamente, necesitaba, si no dominar, sí, al menos, controlar con algo de soltura ciertas cuestiones relativas, entre otras cosas, a los preparativos y logística que hicieron posible el embarque de más de 30.000 hombres en el puerto de Lisboa, a finales del mes de mayo de 1588. Sólo así, contando con una mediana base histórica adquirida por el estudio es posible que los personajes -reales y ficticios- se muevan por las coordenadas del espacio y del tiempo sin faltar a la verdad y, sobre todo, sin hacer el ridículo.
Si bien es cierto que al artífice de la empresa de Inglaterra (Felipe II) se le tachado de oscuro -cuando no de oscurantista-, de burócrata -cuando no de chupatintas- o de irresponsable -cuando no de iluminado-, y aunque tales sambenitos colgados desde hace siglos del real cuello de monarca tan respetable puedan obedecer a ciertos aspectos constatados en la personalidad del Austria, no es menos cierto que tales características han sido exacerbadas hasta la hipérbole por una interpretación -en la mayor parte de las veces- interesada, muy interesada, de la Historia. Una Historia, mejor dicho, una versión de la Historia que se ha contado y ha sido escrita -con tinta muy negra- allende nuestras fronteras, y nosotros, Quijotes como de costumbre, nos la hemos creído, pues, entre otras cosas, siempre pensamos que es mejor y más veraz lo que viene de afuera.
Lo cierto es que hasta el reinado de Felipe II y, tras la muerte de éste, durante varios siglos después, la Invencible fue la mayor operación militar naval (anfibia, diría yo) con carácter coordinado que el ser humano ha conocido. Y si bien su resultado no puede tomarse como un éxito, tampoco es exactamente un fracaso. Me explico: Si el objetivo  de la Invencible era la escolta y traslado del ejército de Flandes, con Alejandro Farnesio a la cabeza, a suelo inglés para obligar a Isabel I, la reina virgen, a capitular o, cuando menos, a negociar una rendición honrosa, al no conseguirse ese objetivo sí puede hablarse de victoria inglesa. Pero si tenemos en cuenta que sólo media docena de barcos (del más del centenar que partieron de Lisboa) fueron hundidos como consecuencia de las acciones de guerra de los barcos ingleses (el resto, hasta una treintena, embarrancaron en bancos de arena, se estrellaron contra los acantilados, zozobraron por las tormentas...), entonces, mal podemos hablar de una derrota infligida por el inglés a la armada española. De hecho, hasta pasado bastante tiempo, los ingleses no fueron conscientes de lo que había sucedido y mantuvieron embarcadas sus tropas en los barcos, anclados en puerto, por si los españoles volvían y porque -se ha dicho- tampoco había dinero para pagar sus soldadas. Por causa del hacinamiento sufrido, la soldadesca inglesa padeció un número de bajas prácticamente equiparable al sufrido en las filas hispanas durante toda la contienda. Esta es una realidad reconocida, incluso, por los propios historiadores ingleses.
Volviendo a la logística y al libro de Ricardo Hernández y Javier Cordero, es de destacar la increíble, impensable y exquisita coordinación y previsión de todo tipo de contingencias  por parte de quienes llevaron a sus espaldas el peso de esta empresa, principalmente, don Álvaro de Bazán (Marqués de Santa Cruz) quien de no haber fallecido pocos meses antes de hacerse la flota a la mar (febrero de 1588), otro gallo nos habría cantado y, probablemente, ahora estaríamos viviendo de las rentas. Existen múltiples documentos que detallan con minuciosidad pasmosa los bastimentos que fueron acopiándose en los muelles de Lisboa durante los meses previos a la partida. Y desde las lógicas armas, pólvora, municiones, cañonería etc que emplearían los infantes de marina, se describen los quintales de cebada para las caballerías que se embarcaron, los capones vivos, las cabezas de ajo, las arrobas de aceite de oliva, los azumbres de vino y tantas otras viandas y alimentos que sirvieran de sostén a los estómagos siempre hambrientos de la tropa, clérigos, oficialidad, caballeros aventureros y nobles señores que, como era de rigor, solían viajar con su propio servicio.
Para conseguir tanta variedad y tanta cantidad de impedimenta y productos, se diseñó una red de veedores que a lo largo de toda la geografía hispana (y europea) compraba -la mayor parte de las veces- o requisaba -en ocasiones- para su majestad don Felipe II cosechas enteras de cereal en Andalucía, importaba cañones de Alemania (¡y hasta alguno de la propia Inglaterra!), arcabuces y mosquetes de Italia... Uno de estos veedores, quizás el más ilustre, fue el mismo Miguel de Cervantes Saavedra.
Esta logística de la que estamos hablando debía sufrir su prueba de fuego cuando las dos partes del ejército de invasión (una, la flota que salió de Lisboa, con 30.000 soldados y, otra, el ejército de Flandes, a las órdenes de Alejandro Farnesio) contactaran y la primera apoyara a la segunda en el paso del estrecho. Para estar preparado, Farnesio ordenó diversos ensayos generales de embarque de personal y pertrechos en las pequeñas lanchas y embarcaciones que servirían para cruzar el canal. La rapidez y organización con que el ejército de Flandes ejecutó dicha maniobra es digna de toda alabanza.
Por no cansar más, sólo diré, para concluir y dejando otras cuestiones para otros artículos venideros, que de no haber existido una preparación exhaustiva y diseñada casi a la perfección, el desastre de la Invencible habría sido, sí, un desastre auténtico y en toda regla, tan grande como el que un año después, en 1589 sufrió la llamada "Invencible Inglesa" que, prometiéndoselas muy felices, vino a nuestras costas a por leña y salió trasquilada. Pero de esa grave derrota sufrida por Inglaterra en 1589 nadie habla ni nadie sabe nada. Algún día me referiré a ella.
Fernando Cartón Sancho.
P.D.: Quiero dedicar estos pequeños apuntes al que fuera mi profesor de Historia, el Hermano Francisco Ruiz, de quien escuché por primera vez la historia revisada de la Invencible. Aunque ya lo he dicho otras veces, no me cansaré de repetir que a él le debo mi espíritu crítico.

domingo, 31 de marzo de 2013

Capítulo IX

Real de a ocho

Mi buen amigo Pablo me preguntaba esta misma mañana por la próxima actualización de este blog. En tono cariñoso me llamaba la atención por el tiempo que llevo sin publicar ningún artículo y me recordaba que él se desayuna cada jornada con la prensa diaria y con la visita a éste y algún que otro cuaderno virtual de los que Villalpando es telón de fondo.
Pues bien, amigo Pablo, como ya te comenté a ti personalmente en mitad de nuestra querida Plaza Mayor, vuelvo a decir aquí ahora para aquellos que me siguen –no sin antes pedir disculpas por mis ausencias- que el motivo de tanta escasez no es otro que el haberme concentrado en cuerpo y alma en ese proyecto que me traigo entre manos desde –va a hacer ahora- tres años: mi novela. Una novela que tendría que tener ya terminada y que no lo está por causa de mis múltiples obligaciones profesionales y familiares, así como por otras aficiones dejadas también un poco de lado pero que no quiero ni debo abandonar del todo.
Por último, decirte a ti, Pablo, y a todos los que me seguís que confiéis en mí, como siempre habéis hecho, pues muy pronto os daré la buena nueva de que ese proyecto ha quedado, por fin, terminado. Por ahora baste dejar aquí las líneas que siguen a continuación. Por cierto, me queda lo más difícil: encontrar un título.


Capítulo IX del Libro II

Segundo Costales había aparecido muerto en su propia casa. Lo encontró su vecina de toda la vida, Benita la Lenteja, al extrañarse de que la mula relinchara inquieta durante varios días. Benita conocía a Costales desde niño y por una confusa relación de vecindad que a menudo solía transformarse en  afecto y amor de madre, sabía con todo lujo de detalles de su intención de asentarse en las Indias. No en vano, la Benita fue una de las pocas personas que le habían animado a hacerlo, a venderlo todo y a emprender una vida libre en el Nuevo Mundo. Ahora que eres joven y tienes oportunidad, solía decirle la Benita.
Como conocía bien la casa del vecino y ella era tan pequeña o, mejor dicho, tan insignificante –por eso la llamaban la Lenteja- no tuvo dificultades para colarse en el interior de la cuadra, justo en la parte baja de la casa. Observó la pesebrera lamida como si la hubieran fregado con estopa, lo cual le hizo suponer que la acémila llevaba varios días sin probar bocado. Quiso comprobarlo echándola un poco de cebada y paja y, efectivamente, La Lenteja no se equivocaba: El animal introdujo su hocico de manera nerviosa y comió con fruición hasta agotar el último grano.
No era normal que Costales, un jovenzuelo con sobrada fama de responsable y cabal, decidiera marcharse sin su mula abandonándola de semejante manera. Ni era normal, pensaba La Lenteja, que se hubiera ido sin despedirse, al menos de ella, a quien tanto cariño había mostrado desde siempre. Por eso subió las escaleras y entró en la casa.
―¡Segundo, Segundo! ―lo llamó a voces.
Pero nadie respondía.
La casa, con los cuarterones echados, se había quedado en penumbra y olía a rancio por falta de ventilación. De forma totalmente intuitiva, se dirigió desde  la puerta hacia las ventanas que dan al corral, para abrirlas, pero tropezó con algo que no tendría que haber estado en el suelo y, como un fardo, cayó de bruces sobre la tarima. La Benita, aunque ya tenía sus años, se incorporó de un brinco, prácticamente a ciegas, con la agilidad de los gatos sin dueño. Ese impulso que tomó le sirvió para alcanzar con muy poco esfuerzo los cerrojos de las contraventanas y, al abrirlas, la sala se iluminó.
Resulta que allí tendido, en medio de una enorme mancha negra que teñía el entablado, con los ojos aún abiertos y el vientre reventón, estaba tirado, aparentemente sin vida, el cuerpo de Segundo Costales. A Benita sólo le dio tiempo a gritar. Corrió hacia la puerta saltando por encima del cadáver, con el que casi tropieza de nuevo; dio un traspié -por las prisas- en los últimos peldaños y volvió a caer al suelo, esta vez sobre los cagajones de la mula, pero se levantó enseguida con ese gesto felino tan suyo para atravesar las rendijas del portón como si estuviera hecha de viento, completamente presa del pánico.
Ya en la calle, la Benita gritó como una loca sin saber muy bien si debía pedir la ayuda de un galeno, de un cura o de los corchetes del corregidor. El caso es que gritó y gritó hasta quedarse afónica y no tardó en formarse un remolino de gente a su alrededor entre la que se distinguía la sotana de un capellán, el birrete de un médico y las capas negras de dos corchetes de su majestad, pero ni unos ni otros pudieron hacer nada por Costales.
―Lleva muerto varios días ―dijo el médico.
―¡Que Dios se apiade de su alma! ―añadió el cura.
Y uno de los corchetes, el que parecía tener el mando, al percatarse del evidente desorden reinante en la sala, terció:
―Parece que lo han matado para robarle.
―Acababa de vender su heredad por diez mil reales… ―quiso corroborar la Benita.
En ese instante, todas las miradas se volvieron hacia ella y no tuvo más remedio que relatar a los dos representantes de la justicia del rey todo cuanto sabía acerca de las intenciones del joven Costales, a quien nadie se había atrevido a tocar, ni siquiera el médico.
A Segundo Costales lo enterraron al día siguiente, en la misma fosa común donde ya descansaban su padre y su madre. El sepelio fue sufragado por el concejo con cargo a lo que se obtuvo más tarde de la venta de la casa y de la mula porque, ni que decir tiene, los diez mil reales en piezas de a ocho nunca aparecieron.
Bueno, en realidad, sí aparecieron:
Después de que tuvieran lugar todas aquellas firmas cuando la compra de las tierras, Francisco Nogales pensó que diez mil reales era demasiado dinero para cualquiera, sobre todo para aquel mocoso de Costales que, para colmo, se marchaba a América. ¿Para qué querría tanto dinero en la tierra de la abundancia? Pensaba el Paquillo que no tendría ocasión de necesitarlo. Y claro, para ayudarle a andar más ligero, para aliviarle de tan pesada carga, para eso estaba él, Francisco Nogales, absolutamente dispuesto a dejarle sin un solo ochavo.
Nogales salió a caballo tras los pasos de Segundo el día de las firmas. Lo siguió de lejos sabedor de que por esa prudencia que le caracterizaba no haría alto alguno en el camino sino que, sin escalas, marcharía directo a su casa para guardar enseguida toda la plata que llevaba encima. A pesar del trayecto, ni por un momento dudó de aquella idea que se le había venido a la cabeza cuando vio cómo la Pepa ponía en sus manos las veinticinco bolsas de cincuenta piezas de a ocho cada una. Enseguida pensó que no sería difícil arrebatárselas al mequetrefe de Costales que ni por edad ni por estatura tenía dos guantazos, en caso de ponerse chulo. Aunque –seguía cavilando el Paco- para evitar problemas con la Justicia, sería mejor robarle sin ser visto, como había hecho desde niño, en un descuido, así no habría denuncias que lo acusaran y que lo acabaran llevando a probar el potro de las mazmorras del castillo. Se decía que quien probaba el potro acababa confesando los crímenes propios y los ajenos, cualquier cosa que el verdugo quisiera… Pero la visión del potro no le retuvo ni por un instante. Más bien, pasó de largo por su sesera, cegada completamente por el brillo nocturno de la plata y el tintineo de las piezas de a ocho cuando chocan entre sí en la faltriquera.
Así pues, decidió que lo mejor sería apostarse en la taberna de la calle Claveles y esperar a que el pájaro saliera del nido. Se sentó en la mesa de la ventana, pidió una jarra de clarete y, como si estuviera de guardia, fijó los ojos en el portón de la casa de Costales sin pestañear, ni siquiera entre sorbo y sorbo. Bien sabía el Paco que su víctima vivía sola en una casa pequeña, fácil de registrar, en la que, a un granuja como él, no le iba a resultar difícil abrirse paso. Pero Costales tardó en salir y a la primera jarra de clarete le sucedió otra de tinto de Toro, con mucho más cuerpo, que le dejó seca la boca y le hizo demandar una tercera de blanco. Como era más que hora de comer pidió un plato de lo que en ese día se cocinaba en la taberna pero, con el vientre repleto de tanto líquido, apenas sí llegó a probar algo de pan pringado en el caldo de unos garbanzos con costillas. Notó enseguida que los párpados le pesaban. Será el vino, pensó mientras sonaban por sorpresa cinco campanadas en la iglesia de San Pedro. Los cinco repiques sonaron tan cerca que le amartillaron el alma y lo sacaron del limbo sestero en el que se veía flotando. Pero no le dio tiempo a luchar contra la modorra pues el portón de la casa que vigilaba por fin se abrió y de esa puerta salió el mismo Costales quien, después de mirar a ambos lados, dio dos vueltas a la llave y se alejó caminando hasta desaparecer. Francisco Nogales decidió que ese era el momento.
No le costó demasiado esfuerzo saltar la tapia del corral. Ni tenía demasiada altura ni, en caso de haberla tenido, tal obstáculo le habría supuesto valladar pues ya eran muchas las tapias que había saltado y en ese trabajo se había convertido, a base de práctica, en un consumado experto. Desde el corral se introdujo por una ventana al interior. La violentó con suma facilidad sirviéndose de la navaja que siempre llevaba encima. Después husmeó libremente por la casa, a media luz, abriendo gavetas y armarios a su antojo sin importarle si hacía ruido o no pues se sabía solo y eso era algo que le hacía sentirse impune. Se bebió el vino que Costales guardaba en la alacena y, como sintió la vejiga a reventar, no le importó orinarse en la misma alcoba, justo al lado de la cama.
Tal vez fuera el reguero de orín colándose por una rendija del entarimado lo que le hiciera fijarse en el detalle de un listón más limpio y brillante que el resto. Observó que estaba sujeto con clavillos nuevos y le llamó la atención que en los bordes hubiese muescas recientes de las que, al pasar la mano, se desprendieron diminutas astillas. Estaba claro que ese exiguo trozo de tarima había sido recolocado hacía muy poco tiempo y, por eso, ayudándose otra vez de su navaja, comenzó a desclavar el listón confiando en su buena estrella que no tardó en sonreírle de pleno.
En el mismo instante que las veinticinco bolsas repletas de plata aparecieron ante sus narices sonaron de nuevo las campanas de San Pedro. Esta vez fueron seis toques. Una hora exacta había tardado en encontrar los diez mil reales. No estaba mal para llevar holgando varios meses en casa de Alonso Gómez. Se alegró de no haber perdido facultades.
Pero los mismos repiques de San Pedro le impidieron escuchar que la puerta de la casa se abría y que alguien subía las escaleras. Segundo Costales sorprendió al ladrón en plena faena, acariciando todavía las monedas de una de las bolsas abiertas y no pudo resistir el pronto que le dio de abalanzarse sobre quien pretendía robarle. Si hubiese corrido hacia la calle para gritar pidiendo ayuda, el malhechor habría sido capturado, seguramente, sin problemas y su dinero se habría salvado. Pero al acometerlo, el Paco, que estaba borracho, para zafarse le lanzó con la navaja una estocada directa, sin pensárselo dos veces, de suerte que consiguió alcanzarle de lleno el vientre. Y como el pobre Segundo empezara a gritar de puro dolor y también por verse herido, de inmediato le asestó otra, ahora en el cuello, para que callara. La sangre le brotó de las gorjas como si fuera un manantial en primavera. Lo miró yaciendo en el suelo y se dio cuenta de que aún respiraba. Habiendo llegado hasta ahí, qué más le daba ya. Lo mejor era no dejar testigos y por eso le asestó otra media docena de puñaladas en el pecho para asegurarse, poniendo cuidado de que la navaja traspasara la barrera de las costillas.
Después envolvió las veinticinco bolsas con una sábana y se dispuso a salir pero se dio cuenta de que aún era de día. Pensó que si alguien lo veía saltando la tapia estaba perdido pues lo relacionarían de inmediato con la muerte de Costales y acabaría confesando en cuanto le aplicasen tormento. Así pues, concluyó que lo mejor era esperar a que se hiciera de noche.
Se sentó en una silla muy cerca del cadáver y aguardó paciente hasta quedarse completamente dormido. Cuando se despertó habían pasado varias horas y, aunque le dolía la cabeza, ya no estaba borracho. Un cuarto creciente lunar arrojaba algo de luz sobre la sala, la suficiente para reconocer la silueta del malogrado Costales tendido en el suelo. Se dio entonces cuenta de lo que había hecho y, tras cerrar de forma instintiva las contraventanas, huyó de allí despavorido.
Otra vez su buena estrella le ayudó a saltar el muro justo en el momento en que nadie pasaba por la calle pues la noche era fresca y no invitaba al paseo. Cuando se vio libre de esa congoja repentina que le había entrado tras ver el cadáver de su víctima, el Paco se dirigió al yeguarizo de la villa en busca de su caballo. Guardó el botín en las alforjas y decidió que era el momento de volver a casa, pero antes pasó por la taberna de la calle Claveles y por las de la plaza, por todas ellas, en las que volvió a beber vino, esta vez del bueno, acompañado de mujeres de mal vivir a las que pagó con relucientes piezas de a ocho.

Fernando Cartón.

                 Pd.: La imagen corresponde a una pieza de ocho reales (real de a ocho).  
 Otra cuestión: Los nombres, apellidos y apodos están tomados de los habituales en esta zona. Cualquier coincidencia con personas reales de la actualidad es eso, pura coincidencia.

miércoles, 20 de febrero de 2013

De Película


Aunque me creía curado de todos los espantos aún sigo sorprendiéndome de algunas cosas; sobre todo, del tremendo ridículo que algunos y algunas hacen en público sin que la cara se les caiga de vergüenza.
Hace algunos días, no muchos, encendí el televisor como siempre suele hacerse en mi casa a la hora de las comidas pues conservo esa vieja costumbre aprendida de mis padres. No sé si será bueno o malo, pero me gusta enterarme de lo que pasa en el mundo y, por supuesto, me interesa mucho lo que ocurre en mi país (España, sí, Es-pa-ña, lo digo silabeando su nombre ya que no siento pudor alguno al pronunciarlo). El caso es que ese día al que me refiero la televisión pública daba un amplio resumen de la gala de los premios Goya y créanme ustedes si les digo que sentí vergüenza ajena.
Uno tras otro fueron sucediéndose en la tribuna de oradores los actores premiados que, para no variar, siguen sin cambiar el disco de siempre al que ya nos tienen acostumbrados: ese discurso progre y enrollado, de coleguilla quinceañero militante en la Joven Guardia Roja, que busca el aplauso y la lágrima fácil, que confunde originalidad con notoriedad y desconoce por completo el significado de la palabra “hipócrita”.
Esta vez no tocaba esgrimir el “Nunca Mais” y el “No a la guerra”, aunque guerras siga habiendo muchas; eso ya no está de moda. Ahora era la ocasión para que una actriz mediocre que necesita hacer anuncios de hipotecas en la tele se lamentara del drama de los desahucios (¿instados quizás por la misma financiera que paga sus facturas?) buscando así el aplauso fácil de sus semejantes. ¿Se dan ustedes cuenta de la cara que hay que tener?
También era el momento para que una actriz no ya mediocre ni mala, más bien pésima, soltara el rollo lacrimógeno de hospitales sin mantas ni agua potable. ¿Se refería a algún hospital de Burkina Faso o del Kurdistán? Yo también he visto morir a seres queridos en hospitales públicos y, desde luego, no les faltó nunca ni mantas ni comida ni agua ni medicinas ni el calor humano y la atención de buenísimos profesionales. Ya hay que ser retorcido para decir estas cosas…
Lo único cabal que escuché fue la queja del presidente de la Academia por la subida del IVA cultural al 21%. Más razón que un santo.
Desde luego que no escuché ni a la señora de los desahucios ni a la otra  de los hospitales dar las gracias por el montón de millones que el cine español percibe del Estado, es decir, de nuestros impuestos. Si no fuera por las subvenciones el cine español no existiría, aunque a estas alturas de la película, no sé ya qué sería mejor. Aparte de Tadeo Jones, la próxima entrada que saque para una película en la gran pantalla será con la intención de disfrutar viendo a actores de verdad: Jack Nicholson, Robert De Niro, Al Pacino, Jeremy Irons, Meryl Streep o Mel Gibson…  Y no para morirme de asco con las actuaciones ridículas y pueriles de  estos otros aficionados de aquí, siempre tan sobrados y tan llenos de sí mismos (salvo honradas excepciones).
Ruego me perdonen el tono subido de este artículo pero es que me fastidia la gente vanidosa y mediocre que, además de creerse en posesión de la verdad, muerde la mano que le da de comer.

Varo.