Por diversas razones (llegaron tarde, no escucharon bien...) han sido muchos los que me han pedido una copia del Pregón de Navidad. Para ellos y para los que quieran leerlo con calma lo transcribo a continuación:
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Estimados amigos:
Los que me conocen un poco saben
que no suelo confiar nada a la memoria y que me gusta apuntarlo todo para que
ningún detalle se me escape. Por eso, siguiendo el ejemplo de aquellos
pregoneros que de niño conocí, yo también voy a leer esta especie de bando que
he escrito para dar, en nombre de todos ustedes, la bienvenida a la Navidad. Y
como no es mi propósito aprovecharme de su benevolencia para soltar aquí un
tostón infumable sobre el concepto, los antecedentes y el significado “oficial”
de la Navidad -eso pueden encontrarlo ustedes en los libros- si me lo permiten,
voy a salirme un poco del guion para hablarles de lo que para mí, ciudadano de
este mundo, representa esta época en la que ya nos encontramos: la Navidad.
Y para ello, voy a contarles una
historia:
Era un mes de diciembre de
finales de los años 60, un día en el que mi madre me llamó para adornar un
arbolito verde de plexiglás que mi padre había traído la noche anterior. Como a cualquier niño a quien el mundo le
entra por los ojos, enseguida me fascinaron los brillos de los oropeles, los
colores de las bolitas imitando cristal y el tacto suave del papel couché con
el que envolvimos diminutas cajas de cartón, como si fueran regalos. Aquella
explosión de color en unas navidades que recuerdo en blanco y negro también fascinó
a mis hermanos menores y, como cabía esperar, mi madre consiguió su propósito
de tenernos entretenidos participando en la tarea. Tan en serio nos tomamos
aquel trabajo que el tiempo se nos pasó sin darnos cuenta y al cabo de unas
horas, para sorpresa de todos nosotros, la puerta de la casa se abrió y vimos
aparecer a mi padre, mucho antes de lo que habitualmente llegaba.
―Papá –le pregunté yo- ¿Por qué
llegas hoy tan pronto?― Pero fue mi madre, antes de que mi padre respondiera, quien
me contestó:
―Porque la Navidad es mágica
―dijo.
Y después de esa explicación y de
unos cuantos abrazos de bienvenida mi padre se nos unió en nuestra tarea del
adorno navideño y fue él quien colocó la estrella de Belén en lo más alto del
árbol.
Guardo ese momento en mi memoria
como si lo hubiese vivido ayer mismo: Mis padres, mis hermanos y yo, lo cinco
juntos, alrededor del árbol de Navidad.
Aquella magia de la que hablaba
mi madre estuvo todavía presente en las Navidades de unos cuantos años más, los
años que me gusta denominar como “de la inocencia y la ilusión”. Esa magia que
surtía su máximo efecto con las primeras heladas del otoño hacía sentirme parte
principal, incluso protagonista, de un pequeño cosmos familiar en el que todos
y cada uno de nosotros teníamos un sitio exacto sin que nadie sobrara y sin que
nadie, tampoco, pudiera faltar. Por eso, recién cumplidos los trece años, algunas
semanas después de terminar las Navidades de 1976, esa magia que había venido
envolviéndome y arropándome se rompió en mil pedazos cuando la mano de un
maestro amigo me apartó de la fila de muchachos que volvíamos a clase tras el
recreo para comunicarme que mi padre acababa de fallecer. Él, precisamente él,
que, como ya dije, de ninguna manera podía faltar cada 24 de diciembre
alrededor del árbol. ¿Quién iba a colocar ahora la estrella de Belén?
Así pues, en la Navidad
siguiente, mi padre faltó. También me faltó a mí el coraje para buscar el sentido de las
navidades que siguieron, y esos días que en un principio fueron días de
familia, de calor de hogar e ilusión se fueron convirtiendo en una simple pausa
en mis quehaceres como estudiante que aprovechaba para andar de aquí para allá en
mañanas de paseo y noches de copas.
Ruego perdonen mi sinceridad si
les digo que en las navidades de 1999 llegué a odiar la Navidad. Aquel año, en
la cena de Nochebuena hubo otra silla vacía, la de mi hermano Roberto y, a
partir de entonces, la imagen que yo guardaba en la memoria de ese árbol de
plexiglás rodeado por todos nosotros se fue difuminando cada vez más hasta
convertirse en el esbozo de un sueño, en la sombra de un pasado perdido que
nunca jamás podría volver a repetirse…
Y así fueron pasando mis
Navidades, una tras otra, como pasa el agua de agosto, sin dejar huella…
Hasta que en un mes de diciembre
de no hace mucho tiempo sucedió el milagro. Y sucedió gracias a Marco, mi hijo.
Mi hijo me ha enseñado a
recuperar la Navidad. Gracias a él he vuelto a redescubrir esa magia de la que
mi madre hablaba y he comprendido que la Navidad, al menos para mí, no son ya unos
simples días de vacaciones ni un mero alto en el camino tras el trabajo
cotidiano. La Navidad es especial. Es un tiempo de ilusión, de alegría que sale
de dentro y yo diría que también de perdón. Es tiempo, más que de festejar, de
celebrar, de renovarse, de amar y de dejarse querer. La Navidad es para hacer
balance de lo bueno y lo malo y de enmendar aquellos renglones que en su
momento, por acción u omisión, no llegamos a escribir a derechas. Y después de
ver los ojos de mi hijo al redactar su carta para sus majestades los Reyes de
Oriente, creo que la Navidad es también un tiempo de espera y de confianza. Y
de compartir… y de solidaridad. Por todo lo anterior, estoy en condiciones de
decir que no hay nada más hermoso que una Navidad vivida y mirada a través de
los ojos de un niño, y así, cuando permitimos que salga a la luz ese niño que
todos llevamos dentro, es cuando la magia blanca de la Navidad te alcanza y
verdaderamente logras sentirte en paz, contigo mismo y con el mundo.
A todos los hombres y mujeres de
buena voluntad que me habéis escuchado os deseo, desde lo más profundo de mi
corazón, unas felices navidades y lo mejor para el año nuevo.
Fernando Cartón Sancho.