domingo, 31 de marzo de 2013

Capítulo IX

Real de a ocho

Mi buen amigo Pablo me preguntaba esta misma mañana por la próxima actualización de este blog. En tono cariñoso me llamaba la atención por el tiempo que llevo sin publicar ningún artículo y me recordaba que él se desayuna cada jornada con la prensa diaria y con la visita a éste y algún que otro cuaderno virtual de los que Villalpando es telón de fondo.
Pues bien, amigo Pablo, como ya te comenté a ti personalmente en mitad de nuestra querida Plaza Mayor, vuelvo a decir aquí ahora para aquellos que me siguen –no sin antes pedir disculpas por mis ausencias- que el motivo de tanta escasez no es otro que el haberme concentrado en cuerpo y alma en ese proyecto que me traigo entre manos desde –va a hacer ahora- tres años: mi novela. Una novela que tendría que tener ya terminada y que no lo está por causa de mis múltiples obligaciones profesionales y familiares, así como por otras aficiones dejadas también un poco de lado pero que no quiero ni debo abandonar del todo.
Por último, decirte a ti, Pablo, y a todos los que me seguís que confiéis en mí, como siempre habéis hecho, pues muy pronto os daré la buena nueva de que ese proyecto ha quedado, por fin, terminado. Por ahora baste dejar aquí las líneas que siguen a continuación. Por cierto, me queda lo más difícil: encontrar un título.


Capítulo IX del Libro II

Segundo Costales había aparecido muerto en su propia casa. Lo encontró su vecina de toda la vida, Benita la Lenteja, al extrañarse de que la mula relinchara inquieta durante varios días. Benita conocía a Costales desde niño y por una confusa relación de vecindad que a menudo solía transformarse en  afecto y amor de madre, sabía con todo lujo de detalles de su intención de asentarse en las Indias. No en vano, la Benita fue una de las pocas personas que le habían animado a hacerlo, a venderlo todo y a emprender una vida libre en el Nuevo Mundo. Ahora que eres joven y tienes oportunidad, solía decirle la Benita.
Como conocía bien la casa del vecino y ella era tan pequeña o, mejor dicho, tan insignificante –por eso la llamaban la Lenteja- no tuvo dificultades para colarse en el interior de la cuadra, justo en la parte baja de la casa. Observó la pesebrera lamida como si la hubieran fregado con estopa, lo cual le hizo suponer que la acémila llevaba varios días sin probar bocado. Quiso comprobarlo echándola un poco de cebada y paja y, efectivamente, La Lenteja no se equivocaba: El animal introdujo su hocico de manera nerviosa y comió con fruición hasta agotar el último grano.
No era normal que Costales, un jovenzuelo con sobrada fama de responsable y cabal, decidiera marcharse sin su mula abandonándola de semejante manera. Ni era normal, pensaba La Lenteja, que se hubiera ido sin despedirse, al menos de ella, a quien tanto cariño había mostrado desde siempre. Por eso subió las escaleras y entró en la casa.
―¡Segundo, Segundo! ―lo llamó a voces.
Pero nadie respondía.
La casa, con los cuarterones echados, se había quedado en penumbra y olía a rancio por falta de ventilación. De forma totalmente intuitiva, se dirigió desde  la puerta hacia las ventanas que dan al corral, para abrirlas, pero tropezó con algo que no tendría que haber estado en el suelo y, como un fardo, cayó de bruces sobre la tarima. La Benita, aunque ya tenía sus años, se incorporó de un brinco, prácticamente a ciegas, con la agilidad de los gatos sin dueño. Ese impulso que tomó le sirvió para alcanzar con muy poco esfuerzo los cerrojos de las contraventanas y, al abrirlas, la sala se iluminó.
Resulta que allí tendido, en medio de una enorme mancha negra que teñía el entablado, con los ojos aún abiertos y el vientre reventón, estaba tirado, aparentemente sin vida, el cuerpo de Segundo Costales. A Benita sólo le dio tiempo a gritar. Corrió hacia la puerta saltando por encima del cadáver, con el que casi tropieza de nuevo; dio un traspié -por las prisas- en los últimos peldaños y volvió a caer al suelo, esta vez sobre los cagajones de la mula, pero se levantó enseguida con ese gesto felino tan suyo para atravesar las rendijas del portón como si estuviera hecha de viento, completamente presa del pánico.
Ya en la calle, la Benita gritó como una loca sin saber muy bien si debía pedir la ayuda de un galeno, de un cura o de los corchetes del corregidor. El caso es que gritó y gritó hasta quedarse afónica y no tardó en formarse un remolino de gente a su alrededor entre la que se distinguía la sotana de un capellán, el birrete de un médico y las capas negras de dos corchetes de su majestad, pero ni unos ni otros pudieron hacer nada por Costales.
―Lleva muerto varios días ―dijo el médico.
―¡Que Dios se apiade de su alma! ―añadió el cura.
Y uno de los corchetes, el que parecía tener el mando, al percatarse del evidente desorden reinante en la sala, terció:
―Parece que lo han matado para robarle.
―Acababa de vender su heredad por diez mil reales… ―quiso corroborar la Benita.
En ese instante, todas las miradas se volvieron hacia ella y no tuvo más remedio que relatar a los dos representantes de la justicia del rey todo cuanto sabía acerca de las intenciones del joven Costales, a quien nadie se había atrevido a tocar, ni siquiera el médico.
A Segundo Costales lo enterraron al día siguiente, en la misma fosa común donde ya descansaban su padre y su madre. El sepelio fue sufragado por el concejo con cargo a lo que se obtuvo más tarde de la venta de la casa y de la mula porque, ni que decir tiene, los diez mil reales en piezas de a ocho nunca aparecieron.
Bueno, en realidad, sí aparecieron:
Después de que tuvieran lugar todas aquellas firmas cuando la compra de las tierras, Francisco Nogales pensó que diez mil reales era demasiado dinero para cualquiera, sobre todo para aquel mocoso de Costales que, para colmo, se marchaba a América. ¿Para qué querría tanto dinero en la tierra de la abundancia? Pensaba el Paquillo que no tendría ocasión de necesitarlo. Y claro, para ayudarle a andar más ligero, para aliviarle de tan pesada carga, para eso estaba él, Francisco Nogales, absolutamente dispuesto a dejarle sin un solo ochavo.
Nogales salió a caballo tras los pasos de Segundo el día de las firmas. Lo siguió de lejos sabedor de que por esa prudencia que le caracterizaba no haría alto alguno en el camino sino que, sin escalas, marcharía directo a su casa para guardar enseguida toda la plata que llevaba encima. A pesar del trayecto, ni por un momento dudó de aquella idea que se le había venido a la cabeza cuando vio cómo la Pepa ponía en sus manos las veinticinco bolsas de cincuenta piezas de a ocho cada una. Enseguida pensó que no sería difícil arrebatárselas al mequetrefe de Costales que ni por edad ni por estatura tenía dos guantazos, en caso de ponerse chulo. Aunque –seguía cavilando el Paco- para evitar problemas con la Justicia, sería mejor robarle sin ser visto, como había hecho desde niño, en un descuido, así no habría denuncias que lo acusaran y que lo acabaran llevando a probar el potro de las mazmorras del castillo. Se decía que quien probaba el potro acababa confesando los crímenes propios y los ajenos, cualquier cosa que el verdugo quisiera… Pero la visión del potro no le retuvo ni por un instante. Más bien, pasó de largo por su sesera, cegada completamente por el brillo nocturno de la plata y el tintineo de las piezas de a ocho cuando chocan entre sí en la faltriquera.
Así pues, decidió que lo mejor sería apostarse en la taberna de la calle Claveles y esperar a que el pájaro saliera del nido. Se sentó en la mesa de la ventana, pidió una jarra de clarete y, como si estuviera de guardia, fijó los ojos en el portón de la casa de Costales sin pestañear, ni siquiera entre sorbo y sorbo. Bien sabía el Paco que su víctima vivía sola en una casa pequeña, fácil de registrar, en la que, a un granuja como él, no le iba a resultar difícil abrirse paso. Pero Costales tardó en salir y a la primera jarra de clarete le sucedió otra de tinto de Toro, con mucho más cuerpo, que le dejó seca la boca y le hizo demandar una tercera de blanco. Como era más que hora de comer pidió un plato de lo que en ese día se cocinaba en la taberna pero, con el vientre repleto de tanto líquido, apenas sí llegó a probar algo de pan pringado en el caldo de unos garbanzos con costillas. Notó enseguida que los párpados le pesaban. Será el vino, pensó mientras sonaban por sorpresa cinco campanadas en la iglesia de San Pedro. Los cinco repiques sonaron tan cerca que le amartillaron el alma y lo sacaron del limbo sestero en el que se veía flotando. Pero no le dio tiempo a luchar contra la modorra pues el portón de la casa que vigilaba por fin se abrió y de esa puerta salió el mismo Costales quien, después de mirar a ambos lados, dio dos vueltas a la llave y se alejó caminando hasta desaparecer. Francisco Nogales decidió que ese era el momento.
No le costó demasiado esfuerzo saltar la tapia del corral. Ni tenía demasiada altura ni, en caso de haberla tenido, tal obstáculo le habría supuesto valladar pues ya eran muchas las tapias que había saltado y en ese trabajo se había convertido, a base de práctica, en un consumado experto. Desde el corral se introdujo por una ventana al interior. La violentó con suma facilidad sirviéndose de la navaja que siempre llevaba encima. Después husmeó libremente por la casa, a media luz, abriendo gavetas y armarios a su antojo sin importarle si hacía ruido o no pues se sabía solo y eso era algo que le hacía sentirse impune. Se bebió el vino que Costales guardaba en la alacena y, como sintió la vejiga a reventar, no le importó orinarse en la misma alcoba, justo al lado de la cama.
Tal vez fuera el reguero de orín colándose por una rendija del entarimado lo que le hiciera fijarse en el detalle de un listón más limpio y brillante que el resto. Observó que estaba sujeto con clavillos nuevos y le llamó la atención que en los bordes hubiese muescas recientes de las que, al pasar la mano, se desprendieron diminutas astillas. Estaba claro que ese exiguo trozo de tarima había sido recolocado hacía muy poco tiempo y, por eso, ayudándose otra vez de su navaja, comenzó a desclavar el listón confiando en su buena estrella que no tardó en sonreírle de pleno.
En el mismo instante que las veinticinco bolsas repletas de plata aparecieron ante sus narices sonaron de nuevo las campanas de San Pedro. Esta vez fueron seis toques. Una hora exacta había tardado en encontrar los diez mil reales. No estaba mal para llevar holgando varios meses en casa de Alonso Gómez. Se alegró de no haber perdido facultades.
Pero los mismos repiques de San Pedro le impidieron escuchar que la puerta de la casa se abría y que alguien subía las escaleras. Segundo Costales sorprendió al ladrón en plena faena, acariciando todavía las monedas de una de las bolsas abiertas y no pudo resistir el pronto que le dio de abalanzarse sobre quien pretendía robarle. Si hubiese corrido hacia la calle para gritar pidiendo ayuda, el malhechor habría sido capturado, seguramente, sin problemas y su dinero se habría salvado. Pero al acometerlo, el Paco, que estaba borracho, para zafarse le lanzó con la navaja una estocada directa, sin pensárselo dos veces, de suerte que consiguió alcanzarle de lleno el vientre. Y como el pobre Segundo empezara a gritar de puro dolor y también por verse herido, de inmediato le asestó otra, ahora en el cuello, para que callara. La sangre le brotó de las gorjas como si fuera un manantial en primavera. Lo miró yaciendo en el suelo y se dio cuenta de que aún respiraba. Habiendo llegado hasta ahí, qué más le daba ya. Lo mejor era no dejar testigos y por eso le asestó otra media docena de puñaladas en el pecho para asegurarse, poniendo cuidado de que la navaja traspasara la barrera de las costillas.
Después envolvió las veinticinco bolsas con una sábana y se dispuso a salir pero se dio cuenta de que aún era de día. Pensó que si alguien lo veía saltando la tapia estaba perdido pues lo relacionarían de inmediato con la muerte de Costales y acabaría confesando en cuanto le aplicasen tormento. Así pues, concluyó que lo mejor era esperar a que se hiciera de noche.
Se sentó en una silla muy cerca del cadáver y aguardó paciente hasta quedarse completamente dormido. Cuando se despertó habían pasado varias horas y, aunque le dolía la cabeza, ya no estaba borracho. Un cuarto creciente lunar arrojaba algo de luz sobre la sala, la suficiente para reconocer la silueta del malogrado Costales tendido en el suelo. Se dio entonces cuenta de lo que había hecho y, tras cerrar de forma instintiva las contraventanas, huyó de allí despavorido.
Otra vez su buena estrella le ayudó a saltar el muro justo en el momento en que nadie pasaba por la calle pues la noche era fresca y no invitaba al paseo. Cuando se vio libre de esa congoja repentina que le había entrado tras ver el cadáver de su víctima, el Paco se dirigió al yeguarizo de la villa en busca de su caballo. Guardó el botín en las alforjas y decidió que era el momento de volver a casa, pero antes pasó por la taberna de la calle Claveles y por las de la plaza, por todas ellas, en las que volvió a beber vino, esta vez del bueno, acompañado de mujeres de mal vivir a las que pagó con relucientes piezas de a ocho.

Fernando Cartón.

                 Pd.: La imagen corresponde a una pieza de ocho reales (real de a ocho).  
 Otra cuestión: Los nombres, apellidos y apodos están tomados de los habituales en esta zona. Cualquier coincidencia con personas reales de la actualidad es eso, pura coincidencia.