lunes, 31 de mayo de 2010

31 de Mayo

La verdad... no sé cómo pudo ocurrir. Supongo que fue por una de esas casualidades del destino en que un amigo te presenta a otro y ése a otro... y así hasta que, de repente, te das cuenta de que te encuentras en un lugar que nunca habías imaginado, rodeado de un montón de personas a quienes no conoces y muy cerca de alguien... especial.
Aquella mañana de junio, dos amigos inseparables, compañeros de fatigas y de Facultad, pisaban el acelerador de un Renault Clío blanco camino de Madrid. Pedro le decía a Roberto que allí tenía varios colegas y le auguraba un fin de semana repleto de diversión. Y a Roberto esas palabras de Pedro le iban sonando a gloria bendita...
Por el camino hablaron de proyectos. Muchos y sin parar. Probablemente porque su recién estrenada licenciatura universitaria les provocaba una especie de borrachera elocuente que les hacía hablar de tantas cosas como ambos tenían pensado hacer cuando acabaran sus estudios… y ese momento había llegado. Ambos se veían, más que al final de una etapa, en el comienzo del mejor momento de sus vidas.
Y en esas andaban cuando llegaron a Las Rozas.
Encontraron de chiripa el chalet del colega de Pedro quien, esa noche, les llevó a una fiesta. Una de esas fiestas que se montan los niños bien en sus chalets de la sierra, con música en el jardín, canapés, bebidas a tutiplén y chicas guapas bailando descalzas sobre la hierba…
Y allí estaba él, entre un montón de gente anónima que bebía en vasos largos de cristal. Allí estaba, con su melena rizada, luciendo en las sombras de la noche, entre ritmos y destellos… Roberto dudó… pero… sí, era él, Antonio Flores, el hijo de la Lola.
Cuando ocurren este tipo de encuentros siempre el destino suele actuar hasta el final. Efectivamente, el destino quiso que Roberto y Antonio coincidieran en la barra. Roberto pidió un gin tonic y Antonio también. Pero resulta que las reservas de ginebra, muy mal calculadas, se agotaron con la copa de Roberto quien había llegado unos pocos segundos antes.
—Lo siento —dijo el barman al hijo de la Lola— ya no me queda gin.
Entonces, Roberto miró a Antonio y, sin dudarlo, le sugirió:
—Toma este mío… aún no lo he tocado…
Y aquel gesto conmovió al pequeño de los Flores.
Contó Roberto que pasaron el resto de la noche juntos. Que le presentó a un montón de gente, a un sinfín de chicas guapas. Que le habló de sus canciones y él de sus proyectos. Que hasta se dieron un baño en la piscina, en calzones, aunque otros y otras lo hicieran en cueros… Y me enseñó, apuntado en un papel, su número de teléfono.
Ya he dicho que el destino, cuando actúa, lo hace siempre hasta el final. Hoy, 31 de mayo, tengo dos aniversarios que contar aquí: el de Antonio Flores, mi poeta de cuando aún tenía sueños y el de Roberto, el más pequeño de mis hermanos.
Varo.